Laberinto de mentiras

Crítica de Emiliano Fernández - A Sala Llena

La desnazificación interna.

Mientras que Hollywood en el campo bélico históricamente utilizó una representación del “adversario” de turno empardada con el esquema literal del enemigo deshumanizado (el cual -en el mejor de los casos- puede ser un rival de índole azarosa, como si los procesos sociales fueran producto del destino o situaciones aisladas), en Europa el recorrido del concepto fue menos apacible: luego de una etapa previa/ inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial en la que las cinematografías nacionales compartieron criterios con los estudios norteamericanos, a partir de los 70 la noción comenzó a ser reemplazada por las paradojas varias que abre el considerar las complicidades locales con los invasores.

La sociedad civil, entonces, es colocada en el primer plano de la escena por iconoclastas como Rainer Werner Fassbinder, que dejan de victimizar a los pueblos para señalarlos como coautores de un estado de cosas que degeneró en masacres de todo tipo. De hecho, el costado más industrial -y más valioso- del alemán aún hoy continúa filtrándose con cuentagotas en películas como la presente Laberinto de Mentiras (Im Labyrinth des Schweigens, 2014), una propuesta muy interesante que analiza la antesala de la primera tanda de juicios contra jerarcas nazis emplazados en Auschwitz, encarados en territorio germano occidental por las propias autoridades y de manera autónoma con respecto a las fuerzas de ocupación.

No cabe duda que los mayores puntos a favor de la ópera prima de Giulio Ricciarelli, un actor italiano de amplia experiencia televisiva, pasan por el dinamismo narrativo y un relato que juzga cabalmente la complejidad del pasado germano, dos factores dignos de los mejores opus de la pantalla chica de nuestros días. Lo que comienza con un ex prisionero reconociendo por casualidad en 1958 a uno de sus verdugos de antaño y un fiscal actuando en consecuencia, pronto muta hacia el retrato de una sociedad regida por el silencio y las mentiras de una impunidad consensuada alrededor del ardid “conviene no abrir heridas, casi todos fuimos miembros del partido”, típico de las democracias jóvenes post dictadura.

Otra jugada eficaz del guión de Elisabeth Bartel y el propio director es dar por sentada la ignorancia del “ciudadano promedio” del período sobre lo sucedido en Auschwitz, lo que a su vez puede leerse como una alegoría acerca de las grietas de la memoria colectiva y los lazos con las fortunas de los capitalistas actuales y la irresponsabilidad ideológica/ penal/ libertaria del sentido común, especialmente el que deambula cómodo perdido en el hedonismo cortoplacista y tendiente a la corrupción. Aquí ni siquiera molesta la subtrama romántica de ocasión, ya que el desempeño del elenco es muy bueno y la claridad retórica viabiliza un gran pantallazo sobre aquel suplicio, la génesis de la desnazificación interna…