La traición

Crítica de Martín Iparraguirre - La mirada encendida

Un realismo estilizado

El mundo está pendiente del estreno de la última entrega de Batman (con los medios de comunicación obsesionados con sacar el rédito que puedan a la masacre de Colorado), pero mientras tanto una buena película de acción pasa desapercibida en la ciudad: La traición, último opus de Steven Soderbergh, estrenado únicamente en dos complejos (Showcase y Patio Olmos, en pocos horarios), es un gran ejemplo de lo que la tecnología y una conciencia detrás de cámara pueden hacer con un género cada vez más bastardeado por el culto desenfrenado a los efectos especiales. Uno diría incluso que La traición es la contracara perfecta de las grandes producciones que semana a semana dominan nuestras salas: mínima en sus recursos, sin grandes pretensiones argumentales o temáticas, casi sin efectos especiales, el filme de Soderbergh se destaca por apostar a la forma como único medio para llegar al espectador, y el resultado es un secreto tratado sobre la materialidad en el cine, o mejor dicho sobre cómo el género de acción encuentra su ethos cinematográfico en el mundo físico (y por tanto reclama una forma acorde a él). Claro que a esto el director le suma un verdadero seleccionado de estrellas (Ewan McGregor, Michael Fassbender, Michael Douglas, Channing Tattum, Antonio Banderas), pero todos supeditados a la protagonista, la experta en artes marciales Gina Carano, en su debut cinematográfico.

Pese a sus vueltas, el argumento es simple y clásico (por no decir trillado): una agente secreta será traicionada por sus propios empleadores, y a partir de allí emprenderá una cruzada contra ellos, que más que venganza buscará simplemente salvar la vida. Como tal vez se intuya, Soderbergh dará una dimensión política a su película, aunque esta vez será lateral, con poca relevancia: ocurre que Mallory Kane (Gina Carano) trabaja para una agencia de seguridad privada que es subcontratada por el gobierno norteamericano, y en una misión descubrirá que le han tendido una trampa. Si bien los personajes se multiplicarán (hay algún millonario oriental metido en el conflicto, un reportero molesto, algún intermediario que aprovechará para hacer su negocio, espías ingleses y norteamericanos, incluso algún amor traicionado), el argumento es también lo de menos: en realidad, todo el filme parece ser más bien un ejercicio de estilo, una propuesta lúdica donde Soderbergh se propone jugar con los elementos del género y concentrarse en la puesta en escena. Porque lo mejor aquí está en la forma, en el modo en que el director registra la odisea de Mallory Kane, que desde la primera escena deberá enfrentar no sólo tremendas peleas cuerpo a cuerpo con hombres más fuertes y entrenados, sino también varios escapes por las calles de Barcelona, Dublin o México, filmadas siempre con un naturalismo cercano ideológicamente a la nouvelle vague, contrario al cine de postal turística que tanto se ha expandido en estos tiempos.

Hay entonces una posición estética en la película, que apuesta al realismo extremo pero sin llegar al explotation: las pelas son filmadas en planos medios fijos, encuadrando la totalidad de los cuerpos en lucha para permitirnos ver esas coreografías virtuosas, cuyo propósito no es montar un espectáculo de danza sino crear un realismo estilizado, que se verá acentuado por el sonido (Soderbergh corta en esos momentos su casi omnipresente música ambient de contrabajos, trompetas y baterías -como en la serie Ocean Eleven-, para dejar escuchar los sonidos secos de los golpes). Por eso resulta significativo que entre tanta violencia casi no se vea sangre en la película: no se tratará tal vez de una posición ética, pero ahí sí hay una decisión conciente de no seguir los parámetros de un género que suele ceder ante los imperativos del morbo. La traición no sorprenderá por los efectos especiales ni por el impacto de la sangre, sino por la capacidad de sus intérpretes para, esta vez sí, “poner el cuerpo”. Una virtud posible sólo con el planteamiento formal de Soderbergh, que decide desechar el montaje acelerado de planos detalle para apostar al plano secuencia, a la profundidad de campo, a los planos medios y generales. Hasta se permitirá mezclar formatos utilizando el blanco y negro, algunos lentes o la sobreexposición (aunque siempre con cámara digital) o también jugar con la estética de videoclip, pero sin respetar sus tiempos. Quizás esa libertad se confunda a veces con ligereza, o quizás se pueda ver allí una lección.

Por Martín Iparraguirre