La sangre y la lluvia

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Ya sabemos que la globalización no descansa. La sangre y la lluvia es un policial colombiano que resulta no ser del todo colombiano, y menos todavía un policial, sino un destilado de imágenes más bien impersonales, un espectáculo levemente anónimo de cuya obligada frialdad parece predicarse su estatuto de objeto apto para la circulación a escala mundial. Es que a pesar de que en la película abunden, aquí y allá, los simpáticos modismos locales (así, unos tipos son “unos manes” y una chica es “una pelada”, por ejemplo), La sangre y la lluvia está atravesada de punta a punta por una especie de anemia, una languidez esencial que podría funcionar a modo de postulado sobre el mundo moderno y su carácter particularmente opaco e intransferible. Con la ayuda de un trabajo de fotografía deslumbrante, el director Jorge Navas filma una ciudad nocturna, violenta y desesperanzada, y el hecho de que su protagonista sea un taxista le proporciona en los primeros minutos de película la coartada para observar la vida en derredor con ojos que parecen mirar a través de una pantalla en la que personas, objetos y paisaje en general se encuentran inmersos en un movimiento continuo. Si el espectador piensa por un momento en Taxi Driver, el director ya lo pensó antes que él: las calles sucias, las luces de neón, el semáforo titilante, las fugaces escenas de violencia que pasan como un parpadeo delante del parabrisas remiten al escenario, pleno de un decandentismo muy años setentas, de la película de Scorsese. Navas invoca un repertorio codificado en el que la errancia, la soledad y el precario deslizamiento sobre las cosas del mundo se constituyen en signos de una neurosis urbana universal.

Igual que lo que ocurre con sus personajes principales, La sangre y la lluvia no se deja aprehender con facilidad y exhibe permanentemente la incomodidad del desarraigo. El amague de policial que la película esboza (alguien mató en un pasado reciente al hermano del taxista, éste rumia su ira mientras espera cruzarse alguna vez con el responsable y, al mismo tiempo, es acosado por una banda de mafiosos que lo consideran cómplice en el asesinato de un jefe local) queda abolido e irresuelto en pos de la materialidad intercambiable de los sujetos que la recorren. Eso es lo que en verdad importa acá: los cuerpos que deambulan. No tiene ningún interés qué cosa los motiva a hacerlo. Ya se lo olvidaron o quizá nunca lo supieron cabalmente. Son solo cuerpos sin nombre y sin historia, que arrastran un dolor igual de nebuloso e incierto. Cuando otra golpeada criatura nocturna viene al encuentro del taxista, la película termina de establecer el tono general de su fábula: Ángela es un ángel de la noche a la que antes de toparse con el protagonista vemos bailar sola en un boliche, esnifar cocaína y masturbarse de espaldas a un compañero ocasional, que también se masturba mientras la mira. La película es un catálogo de la soledad que transcurre en Colombia pero que podría hacerlo en Marte.

¿Es ahí en donde reside, entonces, el modesto encanto que cada tanto asoma en la película? Esa falta perturbadora de raigambre, de conexión con alguna identidad reconocible, parecería ser el motivo central de La sangre y la lluvia. El mundo se transformó en un lugar ilegible, justamente por ser siempre igual en todos lados, en la ciudad de Bogotá o en la de Helsinki. Como exponente global de un cine sin particularismos, que obtiene con cierta comodidad financiación internacional y que se recibe bien en festivales, la película de Navas parece operar como síntoma de la perplejidad indecible que la habita.