La rueda de la maravilla

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Bajo la rambla

Nunca está de más repetir que las películas de Woody Allen son en primera instancia una garantía de calidad, más allá de la vertiente específica de su carrera que prefiera cada espectador en particular, y en segundo lugar una suerte de “antídoto” contra el sustrato anodino y profundamente impersonal de gran parte del cine contemporáneo, ese cuya idiosincrasia pasa por reproducir hasta el hartazgo las mismas fórmulas narrativas de siempre pero ya sin la pasión ni el talento ni la valentía de otros tiempos más heterogéneos. Por supuesto que el regreso al pasado -tanto al propio como al pasado propiamente dicho- es una constante en la producción de las últimas dos décadas del mítico director y guionista, no obstante esta recurrencia trae a colación una nostalgia que se sitúa muy lejos de su homóloga procesada y “en pose” del mainstream actual porque de hecho hablamos de una melancolía de primera mano que abarca a la vez los rasgos positivos y negativos de antaño.

Su nuevo opus, La Rueda de la Maravilla (Wonder Wheel, 2017), sigue el mismo derrotero dramático de sus trabajos previos, Hombre Irracional (Irrational Man, 2015) y Café Society (2016), con personajes extasiados que se ven obligados a tomar una decisión en un momento crucial del relato y con una puesta general en la que se combinan detalles varios del teatro y de las tragedias griegas. Ahora cuatro son los personajes principales, un número relativamente austero para los estándares de Allen, aunque la verdadera protagonista es Ginny (Kate Winslet), una mujer que en la Coney Island de la década del 50 del Siglo XX subsiste como camarera de un restaurant de la zona, mientras su esposo Humpty (Jim Belushi) se desempeña como operador de un colorido carrusel de la feria pegada a la playa. Ella arrastra un hijo pequeño de su primer matrimonio, Richie (Jack Gore), que se la pasa generando incendios, y él una hija veinteañera, Carolina (Juno Temple), cuya madre murió.

El enredo existencial/ romántico clásico del neoyorquino se desencadena cuando Ginny comienza una aventura con Mickey (Justin Timberlake), un guardavidas que la lleva en repetidas ocasiones bajo la rambla para “intimar” en paz, lejos del conventillo de la feria y los turistas circunstanciales. La cosa se complica aún más por la atracción entre Mickey y Carolina, quien a pesar de estar distanciada de su padre se presenta en la casa de Humpty y Ginny buscando un refugio donde esconderse de su marido, un mafioso del que huyó y al cual traicionó contándole sus secretitos sucios al FBI. Desde ya que este entramado de esperanza, celos y frustración calará hondo en la estabilidad mental de Ginny, una heroína a la que podemos describir como una versión exacerbada y trágica de la Mia Farrow de films como La Rosa Púrpura del Cairo (The Purple Rose of Cairo, 1985) y Alice (1990), léase esposo obtuso, insatisfecha emocionalmente y con “sueños de liberación” que antes pasaban por el cine y la fantasía y ahora están condensados en la relación que entabla con Mickey, a su vez un muchacho culto que aspira a convertirse algún día en un dramaturgo.

Aquí el octogenario realizador construye una propuesta exquisita y meticulosa, jugando de manera permanente con el carácter e ideario de cada personaje y en especial subrayando el poderío de las actuaciones del elenco, ya que los cuatro intérpretes centrales están perfectos cada uno en su rol, un cast que por cierto corrige aquellos desniveles de Café Society. Como siempre en el cine de Allen, la película retrata con una enorme inteligencia el choque entre la voluntad individual de los personajes y las misteriosas fuerzas del destino/ la aleatoriedad social, un esquema que analiza los límites del control que uno tiene sobre su propia existencia y ese vasto mundo circundante que ejerce su presión. Ginny, una mujer constantemente al borde de la histeria, acumula el peso de un matrimonio roto por una infidelidad suya, un hijo problemático por el que tuvo que renunciar a su carrera actoral y para colmo un marido abusivo a quien ya ni siquiera ama: la maestría del director queda de relieve en la gloriosa estructuración dramática y en el manejo de tanto sentir agridulce, uno que parece morderse la cola todo el tiempo cual condena asumida con sutil resignación…