La Quietud

Crítica de Fernando Sandro - El Espectador Avezado

El nuevo opus de Pablo Trapero, "La quietud", es un drama de cocción lenta, que aguarda tantos secretos como los de esta familia epicentro del relato. A casi veinte años de su primer largometraje "Mundo Grúa", y a quince del primer trabajo en corto "Mocoso Malcriado", Pablo Trapero demostró ser un realizador inquieto.
Pilar del movimiento conocido como Nuevo Cine Argentino, pronto fue ampliando su espectro de historias naturalistas centradas en su Conurbano natal para abarcar otras áreas en proyectos más ambiciosos. La quietud es su octavo film, luego del biopic policial sobre la familia Puccio "El Clan"; y lo primero que hay que decir es que nuevamente pega un volantazo.
Así como José Celestino Campuso observó por la mirilla el mundo de la alta sociedad en "Placer y martirio"; Trapero hace lo suyo en "La quietud", lejos, bien lejos, de El Rulo de "Mundo Grúa", el Zapa de "El Bonaerense", o la familia de "Familia Rodante".
Todo comienza con Mía (Martina Gusmán), que debe ir a buscar al aeropuerto a su hermana Eugenia (Berenice Bejó) que regresa de su vida en Europa por la delicada situación que atraviesa la familia. El padre de ellas, de muy delicada salud, está siendo juzgado por la irregular venta de terrenos e inmuebles.
Todo se agrava cuando, al poco de regresar Eugenia, durante una complicada declaración en la justicia, el hombre fallece. Mía y Eugenia deberán pasar una temporada en "La quietud", la estancia familiar, en medio de recuerdos de una infancia bucólica, y una vida parisina posterior que ya no es.
En realidad, quien mueve los hilos de la familia, y funciona como motor del relato (pese a que el centro pareciera ser Mía) es Esmeralda (Graciela Borges), la matriarca. Una madre que desprecia a Mía y protege a Eugenia, sin ocultarlo ni un poco.
El de "La quietud" es un mundo femenino, con aires telenovelescos. Un campo abierto y despojado, una estancia y hogar que demuestran glorias pasadas, una familia de la alta sociedad que añora épocas pasadas en las que se autoexiliaron en Europa para evadir los tiempos convulsionados, y las paredes que guardan secretos.
Pero es una telenovela alla Trapero. Los hombres en "La quietud", o son frágiles como la figura paterna (que tuvo su época de mandamás, pero ahora queda claro que las riendas son de Esmeralda); o son objetos de pertenencia y deseo como Vincent (Edgard Ramírez); o son los encargados de cubrir las aguas sucias, como Esteban (Joaquín Furriel).
Mucho de lo que ocurre en aquí tiene que ver con ese mundo de intramuros, de tracciones familiares, de grandes mansiones y apellidos compuestos. Esmeralda pone la vara, decide qué se hace y que no, tiene la mirada juzgadora permanente, pero también es un ser sufrido, escondedor, y por supuesto, manipulador. Eugenia reconoce el inconseguible amor maternal, y responde con un evidente complejo de Edipo.
Entre Mía y Eugenia hay una relación cargada de ambigüedades y pulsiones. Trapero y Alberto Rojas Apel crearon un guion que pareciera no estar diciendo demasiado. Durante gran parte del relato, no hay un centro claro.
Asistimos a estas tres mujeres refugiadas en esa casa llena de recuerdos polvorientos. ¿Pero qué más? Se van tejiendo las relaciones con un hilo muy fino, delicado, y por lo tanto, de costura lenta. En este tramo, podemos observar mucho de algunos ejemplos de colegas del NCA,"La Ciénaga" de Lucrecia Martel, "Géminis" de Albertina Carri, y la propia "Nacido y Criado", son una referencia ineludible.
En el último tercio, en el claro tercer acto, un hecho imprevisto desencadena una furia narrativa que reordena todo lo anterior. Trapero recurre a su clásico estilo de disimular su relato hasta bien entrado en situación. No se puede decir que se baraja y se da de nuevo, mucho de lo que antes vimos y parecían simples datos, ahora suman el valor debido. Y sí, Trapero quería decir mucho más de lo que parecía.
Con un fotografía bellísima que aprovecha tanto los escenarios naturales abiertos, como el interior de ese hogar lleno de recovecos. Hay incontable cantidad de planos que son para pausar y admirar, recurriendo a un bienvenido clasicismo que Trapero no había demostrado hasta este momento, pero que a La quietud le sientan a la perfección.
Interpretativamente, Trapero se luce una vez más, como un más que correcto creador de clima. Más allá del sorprendente parecido físico, Martina Gusmán y Berenice Bejó tienen química cómplice, se las expone a escenas muy jugadas, y ese lazo creado, salva la situación.
Edgar Ramírez luce ajeno, tanto como su personaje que cumple la función de peón. No así Joaquín Furriel, que aún en un rol menor, se luce como uno de los mejores elementos del film.
Sin dudas, "La quietud" sería otra sin Graciela Borges. Ya es sabido que la cámara la ama, y Trapero le dedica planos de una belleza inexplicable en palabras. Una mujer capaz de hacer precioso un simple acto como usar boquilla, mirar por una ventana, o caminar trastabillando con un desabillé.
Esmeralda es el alma de la película, las mejores escenas de la película pasan por ella; el gran tercer acto es un desencadenante de sus hechos.
Borges está a la altura de la circunstancia, o "La quietud" está a la altura de la actriz. Es amarla y odiarla a la vez, es querer aplaudirla de pie. No es fácil entrar este mundo hermético , pero Trapero se toma su tiempo y lo hace de un modo que puede alejar a quienes busquen un modo de relato más actual.
En su trayecto de evolución permanente mixtura su experiencia en el NCA, con exponentes de la generación del ’60 que narraban lo derruido de estilo de clase alta que hasta entonces sólo se veía en comedias blancas. Como un Leopoldo Torre Nilsson a la hora de presentar el escenario y contar algunos conflictos.
Clásica, y a la vez rupturistia. Telenovelesca por momentos, pero jugada en varios planteos. Decidídamente atípica. "La quietud" es la obra de un director que quiere hurgar en las formas.