La noche del demonio

Crítica de Marina Yuszczuk - ¡Esto es un bingo!

¿Who you gonna call?

Hace mucho que no la pasaba tan mal en el cine como este jueves, pero sigan leyendo porque eso habla muy bien de La noche del demonio (mucho mejor en inglés: Insidious, para dar nombre a un demonio que merodea un cuerpo con la intención de entrar en él, ouch), una hermana tardía y algo boba de Poltergeist que tiene al rubiecito Dalton en lugar de la trágica nena. La familia de Dalton acaba de mudarse a una casa nueva, de esas que hacen decir “¿No se dan cuenta de que se mudaron a la casa del horror o nunca vieron una película?”, con escaleras de madera chirriante y un pasillo con reloj de péndulo. Mamá es la re bonita Rose Byrne, que también la pasaba medio mal en Sunshine de Danny Boyle (no dejaré de nombrar esa película cada vez que pueda, lo juro por el sol que me alumbra), y que acá, como en Get him to the Greek, también canta, y papá es el insulso Patrick Wilson (segundón en Papá por accidente y Un despertar glorioso) del que en este caso se aprovecha su profunda insipidez para convertirla en terrorífica normalidad que oculta cosas.

Dalton cae misteriosamente en algo parecido a un coma, cosa que da ocasión a embates de suspenso bien graduados. Los médicos dicen que no saben qué es, nosotros estamos esperando todo el tiempo que vomite como Linda Blair o que mire la tele sonámbulo como la pequeña Poltergeist –que no voy a nombrar en caso de que sea verdad la maldición implícita-, porque se sabe que los niños rubios tienen ese efecto, y mientras tanto mamá y papá discuten cuando él empieza a llegar cada vez más tarde del trabajo (terror de la desprotección) y no cree que mamá haya visto esas cosas extrañas alrededor de la pieza de Dalton. La discusión familiar va a parar, intervención de suegra Barbara Hershey de por medio, al mismísimo infierno o más allá del que papá debe rescatar al pequeño viajero astral, y acá viene lo que me interesa. Porque es en el final adonde La noche del demonio se vuelve involuntariamente ridícula y, para mi corazón agradecido porque fue la única parte que pude mirar con los ojos abiertos (sic), casi tierna. Es que el espíritu más poderoso que se encuentra ahí es el de la clase B, en la médium que llega acompañada de dos geeks que tienen toda clase de gadgets para medir, testear y detectar demonios, torpes y poco serios como dos ghostbusters, y también en ese más allá que es visiblemente un escenario lleno de niebla de utilería y con fantasmas que son tipos disfrazadas, con mucho maquillaje, a los que es totalmente posible vencer a las piñas. Vale: si el infierno es así, yo me le animo; nada mejor que el miedo cuando se vuelve palpable y tiene cara, sobre todo si uno acaba de pasarla endemoniadamente mal, que es lo mismo que decir muy bien, que es la razón por la cual uno va a ver terror al cine.

Para Santi que me soportó (y que también se tapó las orejas).