La noche del demonio

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Diabólico.

¿Qué es lo que nos da más miedo? Una cara que nos mira donde no debería haber nadie. Una presencia desconocida que respira cerca nuestro cuando estamos durmiendo. La voz de un emisor anónimo cuyo origen resulta imposible de precisar. La forma más primitiva del miedo se construye con el malestar generado a partir de la perversión súbita de un orden que consideramos natural. Miramos la foto que nos sacaron y en el lugar del paisaje familiar, violentándolo, aparece la figura difusa de un ser que nadie fue capaz de advertir en la escena original. La noche del demonio empieza con una secuencia de planos que recorren una casa en penumbras. En cada uno de ellos se agita algún trazo de anormalidad: en la habitación del niño que duerme en medio de una paz perfecta, un rostro observa pegado a la ventana. Al fondo del pasillo en cuyas paredes se ven las fotos de los integrantes de la familia, junto al reloj señorial, se mueve una forma vagamente humana. El director James Wan, responsable del inicio de la mecánica y redituable saga de El juego del miedo, había probado ya la fórmula de un hogar burgués interrumpido abruptamente en el flujo de su cotidianeidad con Sentencia de muerte. En aquella ocasión el odio estaba servido casi como un requisito indispensable del guión: un chico moría a manos de una patota y el padre se hundía en una furia homicida. Mediante breves escenas que subrayaban el bucólico ambiente hogareño previo a la tragedia –el joven destacaba en los deportes y se sugería la posible obtención de una beca de estudios–, además de la ostensible afinidad entre padre e hijo quedaba establecido de antemano un grado de horror que, como si se tratara de un reflejo condicionado, solo podía ser redimido por la sangre.

Una curiosidad de La noche del demonio es que la vida del matrimonio protagonista no parece demasiado idílica. La película hace una rápida descripción de un sinfín de contratiempos domésticos (la pareja tiene tres chicos que van de los diez u once años para abajo) en la que lo primero que se advierte es que mientras el tipo, después de roncar la noche entera, se va volando a su trabajo, la mujer se queda lidiando con todas las tareas de la casa y en el tiempo que le queda recién puede ocuparse de su propio trabajo, aparentemente relacionado, por unos libros que se ven en la biblioteca, con el uso terapéutico de la música. Más tarde se la ve sentada al piano, tratando de componer una canción. La posición de relegamiento personal que ocupa dentro de la órbita de la casa queda más clara enseguida, en otra escena en la que el marido confiesa no prestarle mucha atención a sus canciones y ella no atina más que a reírse con resignación. Cuando uno de los hijos entra en un inexplicable coma repentino, el hombre sigue con su rutina diaria fuera de la casa y la mujer se dedica por entero a su cuidado. La película deja pronto de lado todas esas cosas sobre la mujer, pero el que piense que en el comportamiento del marido hay una señal no estará tan errado.

Lo que ocurre es que más tarde, en los momentos en que las inquietantes imágenes del principio se revelan como parte de un flashback, heridas fundacionales flotando en el laberinto de la mente de uno de los protagonistas, la película empieza velozmente a perder la fuerza que provenía de una amenaza que no tiene nombre, que acecha sin explicación ni motivo discernible alguno. El equipo conformado por la amable viejita y el simpático par de tontos que es convocado para liberar a la familia del mal constituye, en la trama, un anticipo de la vocación reparadora de La noche del demonio. Solo queda a partir de allí machacar con golpes de efecto, con un montaje abrupto reforzado por la música y con explicaciones que nos ilustran acerca del carácter malévolo de los espíritus que intentan apoderarse de la voluntad del niño dormido. Aclaremos: no es que se nos retaceen los demonios en la película de Wan, solo que estos quedan demasiado pronto relegados al papel que les asigna una manifiesta intención cientificista. Cada tanto, apenas alguna imagen afortunadamente misteriosa, de esas cinceladas en el vacío, casi como un significante puro, viene a horadar la pasión positivista americana mediante la que se nos dice que, después de todo, con los especialistas adecuados cualquier clase de horror puede ser extirpado de las tinieblas, convenientemente expuesto y neutralizado. Créanme que el último plano de la película no cambia nada.