La muerte de Marga Maier

Crítica de Guillermo Colantonio - CineramaPlus+

En las amenas y excelentes clases que Ricardo Piglia desarrolló en torno a Borges, transmitidas en su momento por la televisión pública, se refirió a una anécdota en la que David Viñas desafiaba al establishment académico destacando su preferencia por Rodolfo Walsh. Piglia le daba la razón a Viñas y lo justificaba refiriendo a que era un hombre de izquierda, pero agregaba que no hubiese sido posible la literatura de Walsh sin Borges. Evidentemente, más allá de las abismales distancias ideológicas que separaban a ambos escritores, coincidían en la pasión por un género: el policial; también concebían el relato desde estructuras microscópicas capaces de ofrecer aquel momento decisivo para los personajes en busca de la verdad o de un destino que los determine.

Camila Toker aúna de algún modo las tramas y los ambientes de estos dos autores en pantalla, y La muerte de Marga Maier cruza de modo interesante una geografía desolada de pulperos, estancias y guapos con una intriga policial propia de tahúres. Imágenes de un western criollo mezcladas con ambientes cerrados y propensos al misterio, parecen darle vida a un filme ambicioso en sus propósitos pero que no necesariamente exhibe resultados del todo satisfactorios.

Pero antes, premiemos la ambición. Si hay un rasgo que define a la película de Toker es no temer al ridículo y apostar por los géneros, salir de la abulia urbana a la que nos tiene acostumbrados gran parte del cine argentino y atreverse a otros escenarios, en este caso, un pueblo llamado Punta Indio. Todo comienza con el hallazgo de un cadáver que ha traído la sudestada durante la mañana. Quienes lo encuentran son chicos (como en aquel ameno film de Hitchcock, ¿Quién mató a Harry? de 1955, donde las cosas terribles sucedían de día). No está “envuelto en plástico” como el de Laura Palmer de Twin Peaks, pero sí fuertemente atado con sogas a una cobija y con un visible corte en el cuello. Se trata de Marga Maier, de la estancia de Los Coronillo (en el pueblo todos se conocen) que está a la venta.

Toker elige la fragmentación a partir de una sucesión de planos para demarcar el ambiente y los personajes que se sumarán: la heredera, el sobrino de la víctima, un comprador alemán, un patrón temible y cínico, y los policías que investigan. Los otros, los personajes que bordean la historia, se desplazan y observan resguardando los secretos de un lugar espectral, abierto a una naturaleza tan inconmensurable como misteriosa. Cuando la cámara abandona la opresiva mirada de los interiores, se engalana abriendo la perspectiva por senderos de hojas secas. Las caminatas de Julia (Pilar Gamboa) con su piloto y anteojos negros recuerdan los trayectos de los giallos de Sergio Martino o Dario Argento, al igual que la inclusión de objetos propios del género (en este caso, un diamante utilizado para cortar el cuello), un par de flashbacks en los que el voyeurismo se acentúa y la música de cuna camuflada que acompaña varias secuencias.

Los planos generales, cuando no son familiares a un western criollo, se consagran al policial. Lo notable es la fluidez del pasaje de uno a otro sin intermediación alguna. De aquí, la riqueza y la ambición de Toker cuyo tono moroso y atmosférico marca la incerteza del marco, una elegante forma de materializar la quietud pueblerina y sus extravagancias contenidas (por momentos se ve a un lugareño tocando la guitarra que parece el extraño habitante del pueblo de Deliverance, la genial pesadilla americana dirigida por John Boorman en 1972). Hay una verdad repartida en trozos según las criaturas que habitan el pueblo, un cúmulo de secretos y supersticiones, una barbarie latente que contrasta con la veracidad policial (al comisario le gusta que le hablen sin rodeos).

“Está todo muerto acá” dice un personaje entre las sombras de un espacio hogareño residual, y se podría pensar que el relato también agoniza progresivamente. No se trata de buscar necesariamente verosimilitud (si hay algo que la película resuelve bien es eludir el color local), pero sí de establecer resortes narrativos un poco más sólidos que los que se ven, sobre todo en la parte final. En este sentido, da la sensación de que no queda resuelto si la pretensión es narrar una historia o trazar un cuadro de atmósferas inquietantes. Y si este último punto resulta más estimulante, cierta disparidad en el manejo del ritmo y algunos diálogos afectados resienten una historia cuyo prometedor título anunciaba más de lo que finalmente ofrece, como si la sangre del filme fuese chupada por un vampiro. Esto, sin embargo, no empaña su audacia.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant