La luz del fin del mundo

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

El cuidado amoroso y contar historias

En su segundo largometraje como director, Casey Affleck revisita una tierra desolada, de violencia machista, a partir del cariño entre un padre y su hija.

En la línea de películas apocalípticas y recientes como Un lugar en silencio o Bird Box: A ciegas, y una sensibilidad cercana a la notable (y maldita) La carretera –novela de Cormac McCarthy mediante–, el segundo largometraje del director Casey Affleck le sitúa de manera todavía mayor en una trayectoria que ya le reconoce como uno de los intérpretes relevantes de su generación.

A partir de un guión también de su autoría –lo que hace de Affleck un realizador integral, y más vale tenerlo presente–, La luz del fin del mundo indaga en las postrimerías de una sociedad caída, cuyo fondo ya es la ciénaga donde apenas se chapotea. En este lodo vestido de blanco –en donde el frío se hará sentir con una nieve espesa– deambulan un padre y su hija (Casey Affleck y Anna Pniowsky). Resulta que un virus atacó y diezmó a la población femenina. De este modo, la niña inmune crece al cuidado de un padre que le disfraza la identidad cuando algún curioso merodea entre los bosques vacíos.

A partir de un guión también de su autoría –lo que hace de Affleck un realizador integral, y más vale tenerlo presente–, La luz del fin del mundo indaga en las postrimerías de una sociedad caída, cuyo fondo ya es la ciénaga donde apenas se chapotea. En este lodo vestido de blanco –en donde el frío se hará sentir con una nieve espesa– deambulan un padre y su hija (Casey Affleck y Anna Pniowsky). Resulta que un virus atacó y diezmó a la población femenina. De este modo, la niña inmune crece al cuidado de un padre que le disfraza la identidad cuando algún curioso merodea entre los bosques vacíos.

Así como en Bird Box y Un lugar en silencio el modelo familiar clásico aparece diezmado y la mujer es quien surge como lugar desde el cual repensarlo. Sobre los restos de lo que era, sumidos en una violencia naturalizada, lo que alumbra es una sensibilidad diferente. No es casual, por eso, que la iconografía de éste y otros films remita a la barbarie zombie o las infecciones letales. La tierra se ha vuelto un páramo, la calidez sólo existe en los recuerdos. Si hay algo luego de todo esto, tendrá que ver con volver a contar historias, pero desde un punto de partida distinto, que asuma lo sucedido y lo transgreda.

El plano último, justamente, elige problematizar lo sucedido desde varios ángulos, sea por la alusión maternal trastocada –la hija como madre pero sin serlo-, pero también por el cuidado que se asume hacia el mundo que toca. Un mundo que no es el mejor. Pero sin esa toma de consciencia, sin esas historias que intentan pensar lo que les rodea, no habría pregunta alguna sobre qué es la moral, qué es la ética, tal como surge de la curiosidad de la niña. Dos aspectos que la película tematiza y disimula como diálogos casuales, mientras los pone en acto a lo largo de su argumento.

Sea por un virus maléfico o no, lo cierto es que el padre ha quedado solo. El hombre solo. “No podré”, llora él desde el recuerdo; “Sólo tenla cerca de ti”, le dice su mujer exánime (Elizabeth Moss). Allí está el secreto mayor, el más profundo, cuyas consecuencias la película habrá de esbozar una vez arribe a su desenlace y a la manera de puntos suspensivos, en la mirada de una niña que ha crecido rápido, pero con la confianza de quien ya sabe tomar decisiones.