La ley del mas fuerte

Crítica de Fernando López - La Nación

Antes que a los de la acería frente a cuyos hornos se calcinan las vidas de casi todos los trabajadores del suburbio de Pennsylvania donde transcurre la acción, es a otros fuegos -menos literales, más metafóricos- a los que alude la caldera del título original. Estamos otra vez en la Norteamérica profunda, en ese interior hecho de frustración y desesperanza que Scott Cooper ya visitó -aunque en clave menos dramática- en Loco corazón, su celebrado debut. Es el fuego de la amargura y el infortunio que alimenta la cólera, una violencia siempre latente y lista a descargarse con cualquier excusa y al menor chispazo. El film la expone desde el comienzo -la magnífica escena en el autocine que alcanza para definir la ferocidad de un villano que Woody Harrelson hará verdaderamente aterrador- y que despertará en el espectador expectativas que a la larga sólo se satisfarán en parte.

Es el comienzo de una descripción de ambientes y personajes que suman aciertos no sólo sostenidos por una dirección de arte colmada de detalles significativos, un expresivo tratamiento de la luz y, sobre todo, una precisa pintura de personajes, crédito que quizás haya que adjudicar menos al guión que a Cooper como director de actores (de su eficiencia en ese terreno ya había dado sobradas muestras en su film anterior) o al talento que éstos han volcado, por lo general para mostrar facetas que no son las que explotan habitualmente (los tibios gestos de ternura de Bale son un buen ejemplo).

Una familia está en el centro del relato. Hay dos hermanos: el mayor ha seguido el camino del padre (ahora postrado y al cuidado de sus hijos) y aceptó trabajar en la acería que -crisis de 2008 mediante- amenaza con cerrar; el menor rechazó ese chato horizonte; prefirió alistarse en el ejército y ha vivido experiencias terribles en Irak, de donde ha traído todo tipo de heridas físicas, psíquicas y emocionales. Las azarosas circunstancias que propone el libro, un poco forzadas, lo dejan sin la guía del mayor y lo tientan con dinero fácil: el juego primero, el boxeo clandestino después; detrás, la delincuencia más pesada y salvaje.

Como si no fuera tan previsible que los caminos entre los dos hermanos son diametralmente opuestos y tarde o temprano conducirán al inevitable choque entre dos modos tan extremos de encarar la vida, la realización monta el relato sobre una estructura paralela, que va debilitándose a medida que avanza hacia la resolución, que se reitera más de lo necesario y gira sobre lo que -según el cine actual- parece haberse constituido en la motivación predominante de la mayoría de las acciones humanas: la venganza.

Otra flaqueza: son excesivas las coincidencias entre esta película y El francotirador: la acería en Pennsylvania, los veteranos combatientes con sus irreversibles heridas de guerra, la caza del ciervo, las sanguinarias peleas a mano limpia en lugar de la ruleta rusa.

Pero por encima de todo, lo que rescata al film de esa sensación de recurrencia a historias ya vistas es el excepcional trabajo de todo el elenco. Desde los descollantes Bale, Harrelson, Affleck y Dafoe hasta los que asumen compromisos relativamente menores, como Shepard, Saldana y Whitaker.