La La Land

Crítica de Hugo Fernando Sánchez - Subjetiva

POLVO DE ESTRELLAS

En pleno cortejo, recorriendo las calles de mentira y las escenografías vacías de los estudios Warner Bros., el músico Sebastián le dice a la actriz en progreso Mia, “Se venera todo y no se valora nada”, una visión amarga y descarnada de lo que piensa sobre su adorado jazz, tan respetado como olvidado, o en el mejor de los casos, destinado a que lo disfruten solo los entendidos.

Esa línea de diálogo bien puede aplicarse al musical, amado y denostado por igual, un género casi en desuso al que se recurre en contadísimos casos -recientemente en ¡Salve Cesar!, el desaforado homenaje al Hollywood de los estudios, los hermanos Coen incluyeron un nUmerito protagonizado por Channing Tatum-, así que realizar un musical en el presente, que transcurra en el presente y sea efectivo para el público del presente, representa una empresa ardua. La La Land cumple con ese objetivo y el responsable es Damien Chazelle (32), la nueva estrella fulgurante en el firmamento de la industria del cine, el chico que quieren todos, el que se probó con éxito en la bella Guy and Madeline on a Park Bench y que con Whiplash, oda al sacrificio, a la rivalidad maestro-alumno y a la autoflagelación, empezó a jugar en las grandes ligas en serio.

Chazelle es astuto y hay que reconocerlo cuando lo primero que hace es escribir y hacer una apuesta de autocelebración de Hollywwod, la fabrica de sueños, bla, bla, bla. Y justamente, siguiendo con el precepto que de alguna manera el musical es la idealización del cine, abre con un numerazo que transcurre en una autopista atestada, llena de jóvenes en sus Prius de bajo consumo y claro, el deseo de todos y cada uno de triunfar, ser parte de la industria, gustosos insumos para la fabrica de fantasías y anhelos de buena parte del planeta.

Y sigue, ubica en la secuencia a Sebastian (Ryan Gosling), un eximio pianista de jazz que sobrevive como puede mientras pelea por lo suyo en la gran ciudad y a Mia (Emma Stone), que atiende el bar de la Warner (no, sutil no es pero si funcional a la historia) y se sostiene a base de casting, rechazos y esperanza su sueño de ser actriz. La historia de amor nace, progresa, se sostiene, muere y se mantiene por siempre a pesar de los tropiezos y la vida, que es dura e injusta.

Por supuesto, está Emma Stone, con el exacto timing para la comedia y el drama, una actriz talentosa que bien puede lucir desamparada, una mujer que cumple el precepto ese de solo soy una chica pidiéndole a un chico que la quieran y al instante, mostrarse bella e inalcanzable, una estrella indiscutible. Y junto a ella Ryan Gosling, con todas sus cualidades de galán clásico en su punto máximo, tanto que por caso, roza el charme de Cary Grant.

Entonces queda el musical y Damien Chazelle va por todo: Cantando bajo la lluvia (Stanley Donen y Gene Kelly, 1952), Los paraguas de Cherburgo (Jacques Demy, 1964), La cenicienta en París (Stanley Donen, 1957), La bella durmiente (Eric Larson, Wolfgang Reitherman, 1959), Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955), y así. Y pétalos, estrellas, bares soñados, vestuario vintage, soñar, ganas de vivir, triunfar, todo, pero todo el imaginario Hollywoodense está plasmado en La La Land, casi como si Chazelle fuera una versión actualizada y definitivamente menos filosa de Quentin Tarantino, que saquea en las existencias del cine para las nuevas generaciones.

Poco más de dos horas dura el logrado tributo, pero en la última parte el relato olvida sus propia dinámica musical y se concentra en el drama. Una lástima, porque todo lo anterior era parte una sofisticada e inteligente puesta del artificio y de la belleza del género, que se mantiene ahí, a la espera de nuevas relecturas.

LA LA LAND: UNA HISTORIA DE AMOR
La La Land. Estados Unidos, 2016.
Guión y dirección: Damien Chazelle. Intérpretes: Ryan Gosling, Emma Stone, J.K. Simmons, John Legend y Rosemarie De Witt. Fotografía: Linus Sandgren. Música: Justin Hurwitz. Edición: Tom Cross. Diseño de producción: David Wasco. Duración: 128 minutos.