La doble vida de Walter

Crítica de Julián Tonelli - Cinemarama

El reino del ridículo.

Hay directores que se regocijan con el sufrimiento de sus criaturas. Darren Aronofsky, por ejemplo. El caso de Jodie Foster es ligeramente distinto, más bien pareciera que busca el ridículo. Esto ya se insinuaba en su primera película, la interesante Mentes que brillan. Luego vino ese insólito festín neurótico llamado Feriados en familia, que fue más lejos en su capacidad de generar en quien les escribe una inevitable pregunta acerca de los personajes: ¿estos son o se hacen? Pasaron dieciséis años para ver una nueva obra de la actriz y cineasta, pero La doble vida de Walter no hace más que intensificar dicha inquietud. Como en los films anteriores, Foster cuenta con un elenco de gran nivel (que la incluye a ella misma) para encarar un guión que raya la estupidez.

Otra vez, el tema es la familia. Walter Black (Mel Gibson) es un depresivo incurable. Probó con todas las terapias pero no hubo caso. Ex empresario exitoso, ex buen marido, ex buen padre, el tipo se convirtió en un despojo humano, por lo que a su esposa (Foster) no le quedó otra que echarlo de la casa familiar. Justo en el momento en que está por suicidarse, Walter encuentra la salvación en un basurero. Se trata de un castor de peluche. Acento británico mediante, de ahora en más el protagonista no enfrentará la vida por su cuenta sino que el títere hablará por él. Esta terapia autoimpuesta no tarda en revitalizar el comportamiento del enfermo, que no se saca el bicharraco ni para bañarse. De pronto, la vida comienza a sonreírle. Su fábrica de juguetes, que estaba al borde de la quiebra, ahora no para de vender valijitas con forma de castor. Su mujer no sólo lo acepta de vuelta sino que no puede evitar abalanzársele encima –la imagen de sexo bajo la ducha con el muñeco de peluche estampado contra la mampara debe ser lo más cercano a una escena erótica en un film de Jodie Foster. Pero no todo es felicidad. Eventualmente, Walter comprende que ha creado un monstruo y que no puede vivir sin él.

Paralelamente a la historia del protagonista se desarrolla la de su hijo adolescente Porter (Anton Yelchin), que lo odia y es capaz de anotar sus tics en papelitos para no imitarlos. Atormentado por las miserias familiares –y sí, al fin y al cabo, todo indica que golpearse la cabeza contra la pared es el hobbie preferido de los muchachitos anglosajones con tristeza– su habilidad para la imitación le posibilita ganar dinero haciéndole la tarea a compañeros de escuela. Cuando la chica de sus sueños (Jennifer Lawrence, mucho menos brillante y más hermosa que en Lazos de sangre) le pide que escriba un discurso de graduación para ella, Porter se “mete” en sus pensamientos y logra descubrir la gran angustia que la paraliza. Luego de invitarla a salir y conquistarla, intenta exorcizar los miedos de la joven al escribir RIP Brian en una pared. “Lo que tenés en la cabeza es la muerte de tu hermano. ¿Es esto lo que te jode, no?”. Sin palabras.

Habiendo llevado el ridículo hasta un punto de no retorno, sólo cabe esperar qué hará la directora al respecto. ¿Acudirá en auxilio de sus personajes, como no lo hizo en sus dos películas anteriores que, no obstante, eran mucho más suaves y convencionales? La respuesta es sí. A pesar de sus padecimientos, Porter se queda con la chica. En cuanto a Walter… no le será nada fácil, pero habrá final feliz. Por suerte tenemos al tantas veces subestimado Mel Gibson, cuya presencia termina salvando lo restante. Como se señaló antes, el gran acierto es el elenco, y la estrella de Mad Max entrega una de las mejores actuaciones de su carrera. Sólo gracias a él se justifica un relato como este.