La doble vida de Walter

Crítica de Hugo Fernando Sánchez - Tiempo Argentino

Operativo retorno para el gran Gibson

Después de ganarse los titulares por sus exabruptos misóginos, religiosos y racistas, el célebre actor de los films más taquilleros de los ’80 vuelve a tener una oportunidad para demostrar su versatilidad en esta película de Jodie Foster.

No es fácil hablar de La doble vida de Walter sin caer en el juicio rápido que bien puede derivar en calificarla como una genialidad o por el contrario, en una soberana ridiculez. Lo cierto es que la última película de Jodie Foster (Feriados en familia, Mentes que brillan) tiene un poco de ambas cosas, en un relato tragicómico sobre un hombre que encuentra la manera de luchar contra sus demonios a través de una marioneta.
Walter (Mel Gibson) fue un buen padre, un buen marido y un empresario exitoso, hasta que la depresión lo alcanzó y todo se desmoronó. Ni la increíble paciencia de su esposa Meredith (Jodie Foster), ni el amor de su pequeño hijo Henry (Riley Thomas Stewart) lograran sacarlo de la apatía y el abandono. Tampoco el rechazo de su otro hijo, Porter (Anton Yelchin), una especie de genio adolescente que cobra por hacer los trabajos escolares de sus compañeros mientras lucha por diferenciarse de su padre.
La situación familiar se hace insostenible y finalmente Walter abandona el hogar. Pero un día descubre que una marioneta con forma de castor puede ser el vehículo para superar su estado y de pronto las cosas empiezan a mejorar, aunque por supuesto, tiene que superar el rechazo social que produce un hombre que habla a través de un muñeco.
De ahí en más la película es un tour de force de Gibson, que ofrece una interpretación convincente de un loco que hace lo posible para recuperar su vida a través de un método, como mínimo, poco convencional. Entonces vemos a Walter en diferentes situaciones, desde el choque con su familia a partir del nuevo compañerito, pasando por el estupor de sus empleados, hasta una desopilante y patética lucha con su propia mano, que recuerda al Ashley Williams de Posesión infernal, de Sam Reimi.
El film de Foster es en realidad un relato sobre una familia quebrada, un tema que la directora californiana domina a la perfección, que aquí aplica los habituales tips del cine independiente estadounidense, con mucho humor negro, muchos giros inesperados, más la confianza de depositar la historia en el trabajo del vapuleado protagonista –¿es necesario recordar que en los últimos años Mel Gibson fue noticia por su alcoholismo y por sus exabruptos misóginos, religiosos, racistas e incluso, por su capacidad como director con películas feroces como Apocalypto y La pasión de Cristo?–, un border que vuelve a demostrar que puede ser un buen intérprete, en un papel que parece hecho a su medida.