La danza de la realidad

Crítica de Pablo E. Arahuete - CineFreaks

Crónica de un niño solo

Veintitrés años tardó el realizador chileno Alejandro Jodorowsky en reunir el dinero necesario para autofinanciar su nueva usina creativa a modo de película, que tiene por objeto narrar de manera poética y cinematográfica su infancia, para llevar al extremo las posibilidades del lenguaje del cine desde su aspecto no narrativo para vérselas contra todo sistema de representación industrial y siempre fiel y coherente con su forma de entender el séptimo arte como algo mayúsculo desligado de todo efecto comercial detrás.

Es que Jodorowsky hace el cine que quiere y es por eso que siempre obtiene resistencia de parte de los productores, quienes no encuentran negocio alguno en esas historias y delirios que forman parte de su universo, desde Fando y Lis (1968), pasando por El Topo (1970) hasta el film que nos compete: La Danza de la Realidad (2013), donde se mezcla tanto el misticismo como el chamanismo, entre otras tantas cosas, pero que el propio director de Santa Sangre (1989) se encarga de alejar de lo que podría ser interpretado como film surrealista a secas. Si bien lo onírico y lo simbólico en cada película del chileno se dan la mano, eso no reduce su propuesta cinematográfica y artística a un único rasgo de estilo.

La Danza de la Realidad es el nombre elegido por el poeta, escritor y psicomago para recorrer en un viaje espiritual sus primeros años de infancia: un traumático periplo y tour de force para un niño judío (interpretado por Jeremias Herskovits) en la Chile reaccionaria del dictador Carlos Ibañez del Campo, en el pueblo de Tocopilla, y en el contexto del crack financiero de 1930. Los avatares del pequeño Jodorowsky primero descansan en soportar la severidad de un padre (Brontis Jodorowsky) sumamente autoritario, admirador de Stalin con tendencias fascistas, desde su rigor de enseñanza concentrada en el castigo corporal y la permanente humillación ante los demás, y una madre (Pamela Flores) con anhelos de ópera, pero cuya frustración en la vida real según el propio Alejandro Jodorowsky muta aquí en el éxito rotundo, pues durante todo el largometraje cada vez que este personaje se expresa lo hace mediante el canto.

Lo que muta también en Jodorowsky y particularmente en La Danza de la Realidad como plataforma creativa donde no aparecen límites tanto en las ideas alegóricas como en la puesta en escena a veces tan maximalista como el tono pomposo de algunas secuencias o el tono altisonante que atraviesa la trama entre escena y escena. Ciertos rasgos de opereta sobrevuelan el relato por momentos, aunque no necesariamente dominen el núcleo de la historia y su derrotero, que toma de referencia en varias oportunidades el punto de vista del niño protagonista rodeado de personajes variopintos. La atmósfera circense y el recuerdo latente de Federico Fellini también dicen presente en este opus autobiográfico, del que se conoce al menos como información no desmentida una segunda parte como proyecto futuro una vez que el realizador de El Ladrón del Arcoiris (1990) pueda recaudar los millones de euros necesarios para poner en marcha sus sueños, bajo el pretexto del cine como herramienta de comunicación, de ideas y sentidos.

Si la realidad es lo que vemos y cómo nos ven los otros, la película del cineasta chileno rompe toda estructura racional para crear una sensación de continuidad donde está abolido el tiempo lineal y las elipsis cinematográficas (de ahí la palabra danza como orientación) a cambio de un entramado de conjunción de diferentes capas de realidades en las que entran a tallar las pujas entre el inconsciente con el consciente en plena construcción radical y revolucionaria del Yo. Tal vez, algo de ello pueda configurar esa traumática infancia desde el proceso de construcción de la propia identidad o al menos marcar las coordenadas del arduo camino espiritual hacia la trascendencia para que todo aquello que vemos se trastoque de tal manera que reconfigure toda la realidad y así el circo deje de ser un circo para transformarse en un espacio lúdico, donde la inocencia de un niño es mucho más poderosa que la prédica vacua del adulto represor; donde los mutilados o tullidos son tan importantes como aquellos con todos sus miembros inútiles y autómatas a cuestas. En definitiva, la libertad y el autoritarismo se expresan en su faceta más cruel en una batalla por demás desigual.

Además hay ironía y crítica mordaz a la religiosidad machacada en La Danza de la Realidad, pero a la vez, un profundo respeto por lo sagrado, algo que excede en esencia el repiqueteo de palabras, consejos o máximas religiosas cuando el subtexto de ese mensaje en realidad se resume en una palabra subversiva: Autodeterminación.

Autodeterminación que también nutre la propuesta de La Danza de la Realidad cuando de cine industrial se trata porque la trasgresión estética es una posición ética ante los hechos narrados. Ese concepto o punto de partida no negociable, deja plasmada la capacidad de síntesis de Alejandro Jodorowsky, cuando elige hablar por ejemplo de la atroz dictadura chilena nada menos que desde la representación más realista posible de una escena de tortura que incluye genitales picaneados y otro tipo de prácticas muchas veces estilizadas por el mainstream como parte de un discurso estético y visualmente atractivo pero completamente negador de la realidad y el efecto provocado en el espectador y desde su mensaje ideológico encubierto en la seguidilla de imágenes violentas pero vacías.

Cabe aclarar que como toda película de Alejandro Jodorowsky, hay un umbral que el público debe atravesar para encontrar los puentes de conexión no tanto desde la intelectualidad, sino desde la sensibilidad dispuesta a poner todo patas para arriba, inclusive una interpretación humilde como la que acabo de compartir.