La cueva de los sueños olvidados

Crítica de Miguel Frías - Clarín

Lo histórico, lo lúdico y lo onírico

Documental antropológico, con el sello de Werner Herzog.

Uno podría -ay de la tentación gacetillera- escribir: documental sobre una caverna hallada en el sur de Francia en 1994, con pinturas rupestres de más de 32.000 años y restos fósiles de animales prehistóricos. Nada. El mero título, La cueva de los sueños olvidados , demuestra que estamos frente a una película que trasciende -lo que no significa que se sitúa por encima de - su valor científico e histórico. Un filme de Werner Herzog, al fin: afán por bucear en el vínculo entre el hombre y la naturaleza, a través de una mirada que incluye lirismo, interpelación, humor, desmesura y hasta cierto grado de delirio.

Como documentalista, Herzog es un director ecléctico, verborrágico, omnipresente. En La cueva...

se muestra, una vez más, como una suerte de antítesis de, digamos, Frederick Wiseman. Herzog no funciona como una “mosca en la pared”, sino como una avispa que nos hace sentir su presencia y nos aguijonea con sus reflexiones y sus sensaciones frente a lo que estamos observando.

Interviene, enfáticamente; aunque con un estilo más lúdico y provocador que pedagógico: nos cuenta lo arduo que fue conseguir permiso para filmar en Chauvet y trabajar con un equipo ínfimo sin salirse de una plataforma metálica; nos comenta -desde un off casi constante- lo que se pregunta y siente ante tanta maravilla; nos transmite, a partir de digresiones, su mirada irreverente, a veces burlona, sobre los entrevistados. Para algunos, tal vez, un rasgo de megalomanía; en todo caso, el efecto es divertido, fluido, asombroso.

Aclaración: al margen de sus comentarios (casi siempre o siempre pertinentes), Herzog logra introducirnos en esa cueva onírica -formada y preservada por un desmoronamiento hace dos milenios- y nos hace sentir dentro de ella, física y espiritualmente. A partir de un delicado registro en 3D, y de una iluminación que procura reproducir los efectos de las hogueras del hombre de Neanderthal, convierte a la sala de cine en una experiencia sensorial, en una suerte de extensión de esa caverna.

Más discutible es cierto uso que hace de la música, con la que quiere alcanzar una epifanía. Y, como ya sabemos, las epifanías, al igual que el amor y tal vez la felicidad, ocurren o no ocurren; indiferentes a las búsquedas humanas, incluidas las artísticas. En un momento del filme, un científico -los turistas tienen prohibida la entrada a Chauvet- propone que el grupo no hable e intente captar el sonido del silencio de la cueva, que tal vez sea el latido de sus propios corazones. ¿Y qué hace Herzog? En la postproducción, le agrega música...

En otros tramos, sus intervenciones, sumadas a la increíble potencia y belleza de las pinturas, nos transportan, sí, hasta las fronteras de la metafísica. Hasta esa sensación -esa certeza- de insignificancia personal y, a la vez, de formar parte de un entramado universal, de una dialéctica con el pasado más remoto. Uno de los entrevistados opina que los dibujos rupestres -el arte, en definitiva- comunican lo que la palabra no pudo y no puede comunicar. Y los compara con la película en la que está quedando registrado. Herzog le da prioridad a este concepto.

La cueva... tiene una coda con imágenes casi surrealistas, plagadas de seres cuya rareza se asemeja a la del axolotl de Cortázar. Un juego con el tiempo, el espacio y la perspectiva. La diferencia entre ver un documental de Herzog y el de un director cualquiera.