La chica del dragón tatuado

Crítica de Roger Koza - Con los ojos abiertos

PLACERES PATRIARCALES

Digan lo que digan, y contra todo el consenso, el último film de Fincher es una película apenas correcta.

La modestia no caracteriza al cine de David Fincher. El club de la pelea, El curioso caso de Benjamin Button, Pecados capitales, todas películas ambiciosas y en sus propios términos complejas, son íconos del cine surgido en la década del ’90, cuya estética y temas alcanzan a nuestro presente. Fincher es al cine lo que un Grishman es a la novela: un hábil artesano, aunque sus seguidores dirán que el realizador nacido en Denver es el autor de nuestro tiempo.

Si se revisa su filmografía, no es casual que sea Fincher el elegido para adaptar Los hombres que odian a las mujeres en su versión hollywoodense, el best seller global de Stieg Larrson, que escribió su libro como una especie de conjura frente a su impotencia al ver que unos pandilleros violaban a una adolescente llamada Lisbeth. Título sugestivo y ostensiblemente feminista, los “placeres” patriarcales desfilan a través del relato como un batallón de la SS. Por cierto, los nazis aquí merodean como un espectro fundacional de las perversiones, aunque el sadismo, los asesinos seriales, la tortura, las violaciones, a veces matizados por cierto delirio bíblico, son ligeramente autónomos de la cultura nazi.

La chica del dragón tatuado arranca con la humillación de un periodista, que pierde su prestigio frente a un líder de una corporación. Pronto será contratado por un patriarca empresarial para cumplir una doble agenda: escribir su biografía e investigar la desaparición de su hija. Blomkvist, más que un escritor, parece un detective y, como si fuera un Sherlock Holmes glaciar, lo acompañará su Watson, una joven asocial, una suerte de punk hacker, tal vez lesbiana, que alguna vez quemó a su padre. Juntos lograrán descifrar el oscuro misterio familiar.

La chica del dragón tatuado, una síntesis entre Zodíaco (el mejor filme de Fincher) y La red social (su película más sobrevaluada), por momentos está muy cerca de convertirse en un comercial subliminal sobre las bondades de la notebook de la manzanita, pero no por eso abandona su constante desprecio por los hombres que no aman a las mujeres. Su mayor conquista, no obstante, pasa por otro lado: transmitir el placer de la inteligencia; las asociaciones mentales de sus dos protagonistas y la lectura que llevan a cabo de un par de fotografías para develar el caso es el punto más alto de un filme destinado al consentimiento acrítico de los fans de la trilogía (y Fincher) y al discreto olvido de los espectadores más exigentes.