La batalla de los sexos

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

La igualdad puede ser un circo

La Batalla de los Sexos (Battle of the Sexes, 2017) respeta a rajatabla los leitmotivs de los dramas históricos hollywoodenses que trabajan sobre terreno políticamente ganado desde hace tiempo, aunque por suerte en este caso el tópico elegido esconde diferentes capas, algunas mucho más valiosas que otras. En términos concretos la película utiliza como excusa un episodio muy menor del deporte mainstream estadounidense del siglo pasado para examinar la discriminación y la falta de respeto que subyacen en nuestras sociedades en materia de géneros sexuales, circunstancia que abarca tanto la clásica desigualdad entre el hombre y la mujer como -mucho más importante- la persecución contra los gays y en especial contra las lesbianas, un tema que aún hoy lamentablemente continúa vigente por el accionar de determinados sectores hiper reaccionarios, ignorantes y necios del todo social.

Este nuevo trabajo de los directores Jonathan Dayton y Valerie Faris constituye su tercer opus interesante al hilo, luego de Pequeña Miss Sunshine (Little Miss Sunshine, 2006) y Ruby, la Chica de mis Sueños (Ruby Sparks, 2012): ahora se proponen retratar el juego de exhibición/ circo mediático de 1973 protagonizado por dos luminarias del tenis del país del norte, Bobby Riggs (Steve Carell) y Billie Jean King (Emma Stone), un match que fue promocionado como “la batalla de los sexos” por el discurso machista y estrafalario del primero, un señor de 55 años ya prácticamente retirado del circuito profesional, y la exigencia de igualdad de condiciones de la segunda, una mujer de 29 años en la cúspide de su carrera que -como todas las féminas durante aquella época- debía soportar contratos que le otorgaban un rédito comercial muy inferior con respecto a las ganancias de los hombres.

Sin duda el punto fuerte del film pasa por su estructuración dramática y carnadura a la hora de analizar a los protagonistas y su círculo íntimo. La primera mitad del metraje construye con eficacia por un lado el trasfondo lésbico de King, mediante la relación que inicia con la peluquera Marilyn Barnett (Andrea Riseborough) mientras estaba casada con Larry (Austin Stowell), y por el otro el carisma/ verborragia de Riggs, algo así como un “chanta querible” al que abandonó su esposa Priscilla (Elisabeth Shue) por su adicción a las apuestas. En lo que atañe a la segunda parte del convite, aquí el eje se vuelca hacia la estrategia de retratar al partido en sí y sus entretelones, definitivamente tomándose la “licencia poética” de amplificar su significancia histórica en el campo del movimiento de liberación femenina con el objetivo de justificar la misma existencia de la película en su conjunto. A pesar de este detalle tirado de los pelos, la obra hace un buen trabajo autoconvenciéndose de la importancia del encuentro más allá del show oportunista/ publicitario/ marketinero que motivó todo el asunto en primera instancia, el cual por cierto salió de la mente de Riggs, quien en el relato toma la forma de un representante -bien payasesco pero lleno de vida- de ese olvido que padecen las personas mayores y que suele estar empardado con la exclusión.

Si bien la intervención de Stone es correcta, los que en verdad se llevan las palmas son Carell y Riseborough, dos actores maravillosos que aprovechan cada escena para transmitir humanidad e inteligencia interpretativa en direcciones casi opuestas, ella con sensualidad y miradas sutiles y él dando rienda suelta a su inefable histrionismo, hoy a su vez combinado con chispazos de solitaria introspección (tampoco podemos ignorar el excelente desempeño de Shue y de Bill Pullman como el conservador Jack Kramer, otra conocida figura del tenis norteamericano). Ahora bien, hay que reconocer que si no fuera por el componente lésbico de King y su homólogo etario de Riggs estaríamos ante otra película del montón del rubro de las biopics destinadas a ganar premios, lo que habilita una segunda salvedad relacionada con el hecho de que gran parte de la competencia suele ser muy floja y remanida y La Batalla de los Sexos es bastante más eficaz en todos los aspectos. Quizás poco original pero astuta a nivel retórico, la propuesta sabe exprimir el tópico en cuestión, no se pierde en los callejones del melodrama de “élites con problemas” y hasta nos convence de la necesidad de algún golpe de efecto promocional como el aquí retratado para apuntalar un reclamo social justo y urgente… y -desde ya- para también obtener unos cuantos billetes en el trajín.