La batalla de los sexos

Crítica de Diego Batlle - Otros Cines

Los directores de Pequeña Miss Sunshine (2006) y Ruby, la chica de mis sueños (2012) reconstruyeron la historia de un partido de tenis que fue mucho más que un simple desafío en un court: el enfrentamiento entre Billie Jean King (Stone) y Bobby Riggs (Carell) significó el inicio de una serie de cambios no solo en la alta competencia sino también para los derechos para las mujeres en varios otros terrenos. Una película que, sin abandonar cuestiones deportivas ni los bienvenidos toques de comedia, resulta decididamente política.

Ambientada entre 1972 y 1973, La batalla de los sexos tiene como clímax el duelo tenístico de corte circense entre un excéntrico ex campeón llamado Bobby Riggs y la por entonces estrella de ese deporte Billie Jean King, que se realizó en un estadio de Houston y que tuvo una audiencia de 90 millones de espectadores solo por la cadena ABC. El tenía 55 años y era una figura excéntrica y machista con una enorme capacidad para el marketing personal y la provocación mediática. Ella tenía 29, estaba casada, pero mantenía una doble vida (una relación lésbica en aquel tiempo era impensable para una estrella del deporte) y fue la vocera y líder de una generación de mujeres descontenta con las condiciones que imponían los hombres en casi todos los ámbitos.

En una de las primeras escenas de este film dirigido por la dupla Dayton-Faris a partir de un guión del británico Simon Beaufoy (Slumdog Millionaire: Quién quiere ser millonario, 127 horas) vemos que el capo de la United States Lawn Tennis Association, Jack Kramer (Bill Pullman), le ofrece a las mujeres premios ocho veces menores a los que obtienen los hombres en el mismo torneo. Hartas de esa y otras injusticias, King y su ladera Gladys Heldman (Sarah Silverman) convencen a varias de las tenistas de élite de armar su propia asociación (que luego sería la WTA) y su propio circuito (que sería patrocinado por una... ¡marca de cigarrillos como Virginia Slims!) en condiciones más que precarias.

Allí es donde aparece Riggs -un adicto al juego y mentiroso compulsivo para desesperación de su esposa Priscilla (Elisabeth Shue)-, que convence primero a la campeona australiana Margaret Court (Jessica McNamee), a quien vence con pasmosa facilidad ("fácil triunfo sobre la maternidad y la liberación femenina", se burlan), y luego a King para que lo enfrenten y demostrar, así, la superioridad masculina que él y sus poderosos amigos orgullosamente sostienen.

La película -rodada en 35mm anamófrico para lograr un look más propio de esa época- va y viene con bastante ductilidad entre los aspectos íntimos de King -la fría relación con su marido Larry (Austin Stowel) y la apasionados encuentros con una peluquera de Los Angeles llamada Marilyn (Andrea Riseborough)- y las cuestiones públicas (los medios, los negocios, los torneos).

Sin caer en la bajada de línea ni en el didactismo (aunque tampoco es un dechado de sutilezas), La batalla de los sexos resulta una tragicomedia bastante fluida y entretenida, con muy buenos intérpretes (Carell por momentos está al borde del patetismo) y con una agenda de cuestiones pendientes (la igualdad de ingresos ante un mismo trabajo, el respeto por la diversidad sexual) que hoy podría parecer algo demodé, pero que en varios lugares y profesiones todavía está lejos de cumplirse. Sí, aquella lucha de King contínúa.

PD: Un año cinematográfico extrañamente tenístico, ya que La batalla de los sexos es un complemento perfecto y conforma un involuntario doble programa con Borg - McEnroe: La película.