Kóblic

Crítica de Emiliano Fernández - A Sala Llena

De fugitivo a desertor.

La apertura estilística del cine argentino de la última década ha tenido un efecto un tanto contradictorio, por un lado generando una suerte de saturación en determinados tópicos y por el otro enriqueciendo los canales de entrada a los mismos. Pensemos por ejemplo en el Proceso de Reorganización Nacional, un tema que fue explotado hasta el cansancio desde una multiplicidad de perspectivas: mientras que algunas constituyeron una novedad, otras trabajaron cómodamente sobre terreno ganado a base de la necesidad imperecedera de memoria, análisis y castigo a los responsables de aquella locura genocida. Dentro de esta macro categoría encontramos un capítulo pocas veces examinado por el ámbito artístico local, los vuelos de la muerte, una metodología particular de desaparición de militantes sociales y estudiantiles, quienes eran arrojados con vida desde aviones al Río de la Plata.

Precisamente Kóblic (2016), el último opus de Sebastián Borensztein, se hace cargo de la saturación general y decide sacar provecho de una temática difícil que apenas si nos reenvía -en el campo del séptimo arte- a Garage Olimpo (1999) y poco más: el realizador se inspira en las “películas de frontera”, esa especie de adaptación autóctona de los westerns norteamericanos, para construir un retrato de época muy eficaz y con destino masivo, casi en la vereda opuesta de la obra de Marco Bechis y su laconismo. Aquí también hasta cierto punto descubrimos un pulso aletargado y en ascenso, no obstante está más emparentado con el clasicismo hollywoodense de izquierda. El personaje del título, un Capitán de la Armada interpretado maravillosamente por Ricardo Darín, hace las veces del extraño que llega a una localidad perdida, gobernada por el nauseabundo Comisario Velarde (Oscar Martínez).

Por supuesto que Kóblic está huyendo de su pasado reciente, en esencia el haber sido piloto en uno de los mencionados vuelos de la muerte, y que el inicio de una relación con una joven disparará un conflicto de “pueblo chico, infierno grande”, venganzas cruzadas de por medio. Borensztein además toma prestados algunos detalles del film noir con vistas a trazar distancia para con el cine testimonial de nuestro país, decisión que está en consonancia con el hecho de haber obviado la estrategia de las conclusiones oportunistas vía el traslado de la acción al presente (la historia transcurre en su totalidad en 1977), lo que ratifica la intención de poner todo el énfasis narrativo en el antagonismo -algo solapado y a nivel ético- entre el protagonista y Velarde (éste último funciona como un arquetipo de ese “complejo de Dios” que motivaba a los militares y sus socios civiles en las distintas administraciones de facto).

Al igual que en Un Cuento Chino (2011), la colaboración anterior entre Darín y el director, el relato invita a que lo leamos al mismo tiempo como representante de los géneros de turno y como estudio tangencial de la idiosincrasia argentina, en esta ocasión el terror como mecanismo de imposición de una matriz hegemónica que terminó desmantelando el Estado de Bienestar, la industria nacional y el entretejido de la solidaridad, entre otras cosas. La película enarbola con inteligencia el aislamiento -enfrascado en el miedo- de Kóblic para en primera instancia vincularlo con el desamparo de su interés romántico Nancy (la bella Inma Cuesta), una mujer atrapada en su propio hogar, y luego oponerlo al acecho maquiavélico y obsesivo del Comisario, quien no ve con buenos ojos cualquier indicio de lo que podría ser una “competencia” en lo referido al monopolio de la fuerza pública en su triste jurisdicción.

A lo largo del desarrollo se van cristalizando varios motivos del western crepuscular más seco, como si hablásemos de una reinterpretación muy lejana de las obras más sosegadas de Sam Peckinpah y Clint Eastwood: así las cosas, desde el inicio aparece la figura del “arrepentido” y de a poco dicho marco discursivo comienza un peregrinaje hacia el terreno de la desvirtuación profesional, circunstancia que coincide con el despertar de la osadía del protagonista y su metamorfosis de fugitivo a desertor asumido, de la pasividad a la acción. Si bien la propuesta no ofrece novedades significativas para aquellos que conocemos de sobra los recursos utilizados, cabe aclarar que la realización cumple y dignifica a la par en tanto ejercicio retórico y como denuncia sutil del exterminio estatal, tensando con maestría los resortes del suspenso y jugando con una bomba de tiempo siempre a punto de estallar…