Karakol

Crítica de Fredy Friedlander - A Sala Llena

Es algo exótica la propuesta de Karakol, cuyo título poco indica a priori.

El algo misterioso nombre de este film argentino puede inducir a sospechas con tantas “k”. Alguno puede imaginar que se refiere a un animal que se pronuncia idénticamente. Habrá otros que lo asocien por la peculiar escritura del título a nuestro país. Pero lo que pocos imaginarán es que más de la mitad de su metraje transcurre a más de diez mil kilómetros de distancia.

El lago Karakul, tal su forma correcta de redactarlo pues normalmente se lo escribe así aunque en cirílico, se encuentra en la república de Tajikistán. Esta limita al sur con Afghanistan y al norte con otras ex repúblicas soviéticas (Uzbekistán y Kirguistán). El lago es veinte veces menor que el Titicaca, pero es el más profundo y alto del mundo (3.900 metros), superando al que separa a Bolivia de Perú en apenas cien metros.

Alrededor de Clara (Agustina Muñoz) gira toda la historia, que más se parece a un par de mediometrajes, donde el primero transcurre en Buenos Aires y el restante casi totalmente en el lejano país asiático.

La primera parte tiene como atractivo la presencia de dos actrices de muy diversa procedencia. Es un gusto volver a ver a Dominique Sanda, que hacía muchos años que no tenía un rol relevante en el cine. Ella es Mercedes, mujer cuyo marido acaba de morir, siendo el encuentro con sus tres hijos la trama “local”. Pero es su hija Clara la que domina la intriga ya que desde la escena inicial con su compañero nos genera cierta duda sobre la estabilidad de la pareja.

Una vez en la casa de su madre, toma protagonismo la tía (Soledad Silveyra), quien debe escuchar los lamentos de Mercedes al afirmar que “me invaden constantemente”, en referencia a sus hijos. La locuacidad de la hermana de su marido fallecido contrasta con cierta parquedad de Mercedes, aunque entre ambos personajes se percibe una buena química personal.

Conociéndola personalmente a Dominique, que hace muchos años vive alternativamente en Buenos Aires y José Ignacio, uno adivina que esa buena relación humana no solo se da en la ficción sino también probablemente en la vida real. La actriz de El jardín de los Finzini Contini se ha adaptado muy bien al Río de la Plata y es feliz con el cambio geográfico y de vida, incluso alimentario (vegetariana). El acento francés ha quedado, pero sin dudas sigue siendo una gran actriz, con un digno castellano.

Con la excusa de un viaje a Estambul para asistir junto a algunas amigas al casamiento de otra de ellas, Clara emprende en verdad otra travesía. Y luego de un corto pasaje por Turquía (Mezquita azul incluida), la vemos llegar al aeropuerto de Bushanbe (capital de Tajikistán) y de allí al pueblo de Karakul. Vivirá en una casa privada y visitará el lago con la ayuda de un guía, quien le comentará sobre la cercanía de la frontera china y que existeuna zona “de nadie” (buffer) que separa a ambos países.

Durante su residencia en un país cuyos habitantes prefieren hablar el ruso y no su propia lengua (algo similar a lo que este cronista comprobó en Odessa, la cuna del Potemkin), encontrará la respuesta a dudas que tenía de su familia y de su fallecido padre en particular. Y además tendrá un reencuentro con el “primo” Matías (no queda muy claro el parentesco), que viaja especialmente desde París para verla.

Cierto convencionalismo en este segmento, cercano al final del film, y una especie de epílogo a su regreso a la Argentina no aportan mucho al conjunto. En el balance, se trata de un film ameno donde sobresalen algunas actuaciones como la de la protagonista central, no así el cameo de Luis Brandoni que en nada suma.

Hasta podría calificarse de algo pretencioso al conjunto, que al pretender abarcar demasiadas temáticas, deja un sabor a poco. La realizadora debutante Saula Benavente tuvo sí el acierto de contar con la participación de Fernando Lockett, tanto en cámara como en fotografía.