Jungla

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Sobre desniveles retóricos

Como le ha ocurrido a tantos otros directores antes, la carrera del realizador australiano Greg McLean se ha tornado bastante errática desde que pisó por primera vez Hollywood: recordemos que el señor se hizo conocido en el ámbito global -y especialmente dentro del enclave del horror- por sus primeras tres películas, las interesantes El Cazador de Wolf Creek (Wolf Creek, 2005), Rogue (2007) y Wolf Creek 2 (2013), todas propuestas que exprimieron con astucia ese cliché internacional con respecto a la rusticidad de la geografía de su país y las supuestas “sorpresitas tétricas” que les aguardan a los turistas que osen aventurarse por territorios indómitos. Luego la racha se cortó de repente con The Darkness (2016), su debut en Estados Unidos, un film de lo más insulso sobre una entidad espectral que ni siquiera conseguía redimirse gracias a la presencia del siempre eficaz Kevin Bacon.

Por suerte The Belko Experiment (2016) volvió a levantar el nivel de calidad con una comedia negra anticapitalista bien gore que retomaba aquella premisa de “matar o morir” de Batalla Real (Batoru Rowaiaru, 2000). Su última obra, la propuesta que hoy nos ocupa, viene a ubicarse en una región intermedia entre las dos previas, sin llegar a ser fallida pero tampoco logrando alcanzar la bonanza de la película inmediatamente anterior: Jungla (Jungle, 2017) cuenta la historia de un caso verídico de supervivencia en medio de la selva boliviana durante 1981 que en esencia sigue esta lógica bipartita reciente ya que la primera mitad del convite es atrapante y la segunda parte cae en un catálogo de problemas que dilapidan los puntos a favor acumulados hasta el momento, lamentablemente dejando pasar la oportunidad de superar ese registro meloso yanqui símil Náufrago (Cast Away, 2000).

La trama gira alrededor de Yossi Ghinsberg (Daniel Radcliffe), un joven israelí que luego de tres años de milicia decide salir a recorrer el mundo para evitar los estereotipos sociales vinculados a la familia y un trabajo aburrido estable, lo que lo conduce a Bolivia, donde conoce a Marcus (Joel Jackson), un docente suizo en pleno año sabático, y el amigo de este último, Kevin (Alex Russell), un norteamericano que se dedica a la fotografía profesional y se la pasa explorando el planeta. Bajo la insistencia de Ghinsberg, el trío se sumerge en un viaje a través de la jungla de la mano de Karl (Thomas Kretschmann), un austríaco que el muchacho conoció en la calle y que parece estar desde hace mucho tiempo en el país, prometiendo llevarlos a una comarca salvaje como nadie ha visto antes, mucho oro y una tribu ignota de por medio. Durante la odisea nada sale según lo planeado porque Marcus se lastima severamente los pies y eso lentifica el periplo, lo que provoca una pelea en torno a continuar o no el viaje en una balsa vía un río de lo más agitado: Karl y Marcus terminan separándose para realizar la travesía restante a pie y Kevin y Yossi prueban navegar el río.

Por supuesto que la fuerza de las aguas deriva en desastre distanciando a los hombres, con Kevin siendo encontrado por los bolivianos al poco tiempo en una orilla y Ghinsberg perdido en la selva durante semanas caracterizadas por la inanición y una semi locura. Como decíamos antes, aquí el mayor problema se reduce a la disparidad retórica entre la primera mitad centrada en el grupo unido y la segunda parte en Yossi en solitario, mientras Kevin lo busca primero con las autoridades y luego a caballo de sus propios esfuerzos: el comienzo se asemeja a la muy superior Z: La Ciudad Perdida (The Lost City of Z, 2016) y tantas otras aventuras trágicas de exploración, ahora enmarcada en una afabilidad que se va cayendo a pedazos por las discusiones y por un Karl de por sí misterioso y algo perturbado; el segmento posterior ve a McLean y al guión de Justin Monjo derrapar de a poco porque ambos van licuando el realismo en función del recurso cansador de apelar a las fantasías, recuerdos y alucinaciones del protagonista, amén de la música heroica exacerbada modelo Hollywood y una supuesta “elevación espiritual” por parte de Ghinsberg (verborragia religiosa incluida). Nadie le exige a la película que sea Aguirre, la Ira de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972) en cuanto al retrato impiadoso de la flora y la fauna pero por lo menos los responsables podrían haber mantenido una cierta coherencia a nivel estilístico. Incluso así, el opus no llega a ser un fracaso porque Radcliffe se entrega a full y en general la experiencia resulta satisfactoria con algunas muy buenas escenas símil terror (la del gusano en la frente y la de las hormigas son las mejores por lejos). En síntesis, Jungla es un film correcto que padece de ese sustrato higiénico e hiper cuidado del cine contemporáneo mainstream, el cual le resta vehemencia a un relato que reclamaba más visceralidad…