Juan de los muertos

Crítica de Iván Steinhardt - El rincón del cinéfilo

Joyita zombi que asimila a la Cuba actual sumida en un pasado histórico

Que George A. Romero tenía alguna intención de lectura social o política a través de sus películas, desde “La noche de los muertos vivientes” (1968) a “La reencarnación de los muertos” (2001), puede ser discutible, en especial por su primer período, pero, definitivamente, marcó un camino para sus admiradores detrás de la cámara. Fue muy difícil tratar de salirse de esta fórmula sin caer en la repetición, por no decir plagio; aunque hubo muy buenos exponentes que supieron resignificar la presencia de los cadáveres caminantes como, por ejemplo, “Mi novio es un zombi” (2012) o “Zombieland” (2009).

Alejandro Brugués, el responsable de la muy buena “Efectos personale” (2006), se aferra al costado más ortodoxo de lo propuesto por Romero en función de la estructura, pero tomando esa lectura universal de la sociedad para llevarla y aplicarla en su propia aldea. No podía tomar mejor decisión y así entrega una de las joyitas del género en mucho tiempo: “Juan de los muertos”.

Con una perfecta toma cenital vemos una balsa improvisada sobre la cual descansa nuestro protagonista. Luego una toma en contrapicado, con la cual se homenajea a “Tiburón” (1975), y no será el único homenaje a Spielberg, servirá para encontrarnos con su partenaire. Juan (Alexis Diaz de Villegas) y Lázaro (Jorge Molina) son amigos en una Cuba actual sumida en su pasado histórico y su presente aceptado por todos. Hay un aire de resignación en la impronta de ambos o en su actitud de “aquí-no-pasa-nada”. Sentados en la balsa, los dos reflexionan sobre irse o quedarse mientras liquidan a un zombi (sin saber que lo es) vestido con uniforme de preso en Guantánamo (hasta ese bastión de la política internacional se ha caído, parece poder interpretarse).

Es a partir de este diálogo que descubrimos y entendemos este vínculo: “¿A veces no te dan ganas de irte remando a Miami?”. espeta Lázaro. "Sobreviví a Mariel, a Angola, sobreviví al Período Especial y a la cosa ésta que vino después. Soy un sobreviviente", replica Juan. Además de ser toda una declaración de principios, estos primeros dos minutos se apoyan en el costumbrismo y en lo cotidiano. Dos elementos que despiertan las primeras sonrisas de las varias que habrá hasta el final. Sin trabajo, u ocupación fija, sin más que alguna changa, Juan vive en la terraza de un caserón de departamentos desde donde observa esa ciudad detenida en el tiempo y casi sin turismo ni actividad comercial. Su compañero no le va en saga, tiene un hijo, Vladi (Andros Perugorría), ya emparentado con la generación que no quiere saber nada con quedarse en la isla. Es la generación que vive con una versión demasiado lavada de los ideales de la revolución como para pensar en la lucha incondicional o el patriotismo antiimperialista. También es el caso de la hija de Juan, Camila (Andrea Duro), quien se quiere ir con su mamá a Miami dado el fracaso de vivir en la crisis de la España actual.

El ataque de un zombi a un grupo de vecinos es tomado por un noticiero (¿oficialista?) como “otra provocación de los Estados Unidos”, e informa que los que andan mordiendo por ahí no son más que un grupo reducido de disidentes. A partir de ese momento todo irá in crescendo en la isla que, poco a poco, se va llenando de “disidentes”

El humor negro, sutil por momentos, la acidez de algunas escenas pero. sobre todo. la perfecta reinterpretación de los ingredientes del género, le dan a “Juan de los muertos” una estatura mayor que la que supondría una obra de este estilo. La razón se explica porque a partir de confiar en que el público se sabe de memoria la fórmula de este tipo de cine, su aplicación a la actualidad del sentir social sirve hacer una lectura veloz y contundente. Un claro ejemplo es la ocurrencia del protagonista para sacar provecho de una situación crítica y caótica.

Estamos frente a una película con bajísimo presupuesto que sin embargo se las arregla para construir perfectamente los personajes; juntar a un elenco compacto y sólido con gran manejo del humor insólito (intentar zafar de un ataque a ritmo de mambo, por ejemplo) y exprimir cada dólar hasta la última gota para entregar un digno trabajo en los efectos especiales y de maquillaje.

La película muestra en Alejandro Brugués, una gran pericia para reciclar situaciones y resignificarlas con buen ritmo narrativo. No es para desear secuelas, más bien para esperar su próximo proyecto y atesorar este con una sonrisa.