Inmortal

Crítica de Emiliano Fernández - A Sala Llena

Sobrevida y capitalismo.

Hasta la fecha la carrera de Tarsem Singh formaba una suerte de cuadrado cuyos vértices a su vez podían dividirse en dos dípticos con características específicas, el primero de una enorme calidad y el segundo unos cuantos escalones debajo. Aun con sus desniveles producto de aquella ebullición creativa, La Celda (The Cell, 2000) y The Fall (2006) fueron obras magníficas que lograron ir mucho más allá del promedio mainstream en las comarcas del terror y las aventuras respectivamente, en especial gracias a la certera inclusión de una imaginería muy rica relacionada con el arte hindú y de Medio Oriente. Lamentablemente ni Inmortales (Immortals, 2011) ni Espejito Espejito (Mirror Mirror, 2012) estuvieron luego a la altura de las circunstancias, dos films bellos pero un tanto vacuos a nivel del contenido.

La película destinada a “desempatar” era Inmortal (Self/less, 2015), el opus número cinco del señor y un convite de lo más curioso si lo pensamos en términos de su pasado reciente: hablamos de un ejemplo de la ciencia ficción existencialista a la Philip K. Dick que juega con dos de los ejes conceptuales predilectos del norteamericano, la memoria y la identidad. Como si se tratase de un trabajo por encargo vinculado a los representantes más minimalistas del rubro de la década del 90, aquí definitivamente Hollywood mantuvo la correa corta porque consiguió que Singh eliminase la fastuosidad técnica y el surrealismo visual, aunque también se percibe que la “contraprestación” por parte de la industria fue el no exigirle escenas burdas de acción que lo desviasen del interesante desarrollo dramático.

Así las cosas, la trama en cuestión comienza con el magnate multimillonario Damian Hale (Ben Kingsley) padeciendo un cáncer terminal y dispuesto a someterse al tratamiento que le ofrece el misterioso Profesor Albright (Matthew Goode), el cual consiste en la transferencia del acervo cognitivo desde su persona hacia un nuevo cuerpo, presunta gloria de la ingeniería genética. Luego del procedimiento de turno y una muerte inducida, Damian se despierta en otro “envase” (Ryan Reynolds toma la posta) con la promesa de muchos años de sobrevida, siempre y cuando no deje de ingerir unas pastillitas rojas que lo ayudan a evitar el rechazo. Por supuesto que las alucinaciones -esas que nunca faltan- eventualmente lo llevan a descubrir que su cuerpo ya tenía dueño y que el susodicho era cabeza de familia.

El guión de los hermanos españoles David y Àlex Pastor combina sin prejuicios elementos de las poco recordadas Coma (1978), El Hombre del Jardín (The Lawnmower Man, 1992) y Contracara (Face/Off, 1997), para en esencia recuperar aquellas diatribas contra los peligros y la ausencia de un marco ético del capitalismo científico, en su vertiente médica/ psicológica. De hecho, una vez más nos topamos con una organización inmunda que lucra con la desesperación ajena y hasta se maneja con un pequeño ejército de mercenarios encargados de “limpiar” cualquier accidente que podrían provocar sus acaudalados clientes. Sin dudas estamos ante la propuesta más impersonal de Singh, no obstante el director se las arregla para salir bien parado en función de su humanismo y su solvencia procedimental…