Indiana Jones y el dial del destino

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Una fisura en el tiempo

La saga centrada en el arqueólogo más famoso de la historia del cine siempre fue pensada como una pentalogía que cubriese buena parte de su vida y carrera pero el cuarto eslabón, a posteriori de la aparición con regularidad de las geniales Los Cazadores del Arca Perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981), Indiana Jones y el Templo de la Perdición (Indiana Jones and the Temple of Doom, 1984) e Indiana Jones y la Última Cruzada (Indiana Jones and the Last Crusade, 1989), se hizo esperar casi veinte años debido al exceso de trabajo de Steven Spielberg y a la vagancia, los caprichos y las ideas en extremo idiotas de George Lucas, esas que eventualmente fueron a parar a Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal (Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull, 2008), trabajo entre desparejo y lamentable con una primera mitad amena y una segunda parte repleta de imprecisiones históricas, escenas ridículas y una catarata de CGI, el gran estrago del cine mainstream del Siglo XXI. La quinta parte continuó la maldición y una vez más no pudo llegar en lo pronto debido a tres razones cruciales, primero la recepción de “mixta a negativa” de esa última aventura, en muchas ocasiones masacrada por público y prensa a raíz de la intentona apenas camuflada de pasarle la antorcha al hijo de Indiana Jones (Harrison Ford), Mutt Williams (Shia LaBeouf), segundo el semi retiro de un Lucas tendiente al típico autosabotaje de viejo gagá que en 2012 vendió su empresa de siempre, Lucasfilm, a The Walt Disney Company, una jugada que esta última complementó adquiriendo en 2013 de Paramount Pictures los derechos de distribución y marketing de la franquicia, y tercero el progresivo desinterés de un Spielberg que terminó espantado ante las ideas de los ejecutivos de Disney para el nuevo guión y que en suma optó por privilegiar proyectos propios que sí le interesaban y sobre los que sí tendría un control creativo total como Amor sin Barreras (West Side Story, 2021), la remake del clásico homónimo de 1961 de Robert Wise y Jerome Robbins, y Los Fabelman (The Fabelmans, 2022), una epopeya autobiográfica astuta sobre su niñez y adolescencia.

Contra todo pronóstico la compañía siempre caníbal y desalmada de Mickey Mouse decidió no pasarle el proyecto a un director cualquiera de entre la legión de cineastas anodinos del nuevo milenio, sino entregarle el “paquete” a un realizador con personalidad propia criado bajo los criterios del cine masivo, para adultos y de calidad de antaño, hablamos de James Mangold, un señor en esencia errático aunque sin que se pueda afirmar que haya hecho películas malas o esos bodrios insoportables de la industria lela y globalizada de hoy en día, pensemos que entre su producción artística hay obras flojas como Inocencia Interrumpida (Girl, Interrupted, 1999), Kate & Leopold (2001) y Encuentro Explosivo (Knight and Day, 2010), otras apenas potables en sintonía con su ópera prima En Otro Mundo (Heavy, 1995), El Tren de las 3:10 a Yuma (3:10 to Yuma, 2007) y Wolverine: Inmortal (The Wolverine, 2013) y unas cuantas faenas interesantes que incluyen a Tierra de Policías (Cop Land, 1997), Identidad (Identity, 2003), Johnny & June: Pasión y Locura (Walk the Line, 2005), Logan (2017) y Contra lo Imposible (Ford v Ferrari, 2019). Mangold reescribió un guión previo de David Koepp, artesano de larga data que ayudó a pulir el film del 2008, con los hermanos ingleses Jez y John-Henry Butterworth, equipo responsable de obras atractivas como la citada Contra lo Imposible, Get on Up (2014), opus de Tate Taylor sobre la figura de James Brown (Chadwick Boseman), y dos convites de Doug Liman, Poder que Mata (Fair Game, 2010) y Al Filo del Mañana (Edge of Tomorrow, 2014), generando así lo que con el tiempo mutaría en Indiana Jones y el Dial del Destino (Indiana Jones and the Dial of Destiny, 2023), odisea que nos obliga a ponernos en la paradójica situación de tener que reconocer que es la mejor versión posible de las correrías del Doctor Jones, considerando la pobreza cualitativa del cine actual y el fetiche nostálgico e infantiloide de toda la cultura mainstream, y en simultáneo un producto prolijo y vacío que pretende bombardearnos con un falso frenesí o una vitalidad artificial/ zombificada para compensar su alma inexistente.

Dicho de otro modo, Mangold hace relativamente bien lo que a él le compete pero no puede evitar sucumbir ante las exigencias de los tanques planetarios del nuevo milenio en materia de otra catarata de CGIs que trabajan sobre diseños, tramas y latiguillos cómicos hoy ultra quemados y redundantes, movidos más por automatismos y refrito de clichés del pasado que por verdadera inspiración o alguna novedad en el rubro que sea. El MacGuffin es el Dial de Arquímedes, un aparatejo ficcional inspirado en el Mecanismo de Anticitera, una computadora analógica de la Antigua Grecia que en la praxis histórica servía para predecir posiciones astronómicas y en el relato determina la ubicación de “fisuras en el tiempo” que se asemejan a agujeros negros que permiten viajar al pasado, por ello luego de un prólogo aventurero clasicista símil folletín, ese de 1944 en el que Indiana y su compinche británico Basil Shaw (Toby Jones) le roban la mitad del objeto a los nazis, la crónica salta a 1969 para que el protagonista siga deprimiéndose frente al rumbo de los Estados Unidos, Guerra de Vietnam, llegada a la Luna y Operación Paperclip de por medio, siendo esta última la importación de científicos nazis a yanquilandia para controlar y exprimir los conocimientos acumulados por los alemanes, estrategia espejo con respecto a la Operación Osoaviajim de aquella Unión Soviética. Mangold no se anda con sutilezas y revienta en las luchas bélicas al vástago de Jones, lo deja al borde del divorcio de Marion Ravenwood (Karen Allen) y suplanta a esta última con Helena (Phoebe Waller-Bridge), la hija del ya fallecido Shaw y ahijada de Indy, una señorita que celebra la muerte del heroísmo maniqueo de antaño y se dedica al robo de artefactos arqueológicos para su subasta en el mercado negro de grandes ricachones, eventualmente arrastrando a su padrino a Marruecos, Grecia y Sicilia bajo la idea de buscar una tableta con instrucciones sobre dónde hallar la otra mitad del mentado dial, todo mientras el villano les pisa los talones, Jürgen Voller (Mads Mikkelsen), un genio astrofísico y ex nazi que trabaja para la NASA y pretende asesinar en 1939 a Adolf Hitler.

Como aseverábamos con anterioridad, el realizador y guionista demuestra oficio al volcar hacia la seriedad y sensatez aquella noción apenas esbozada en Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal sobre la vejez o decadencia o desfasaje temporal del protagonista en una Guerra Fría que elimina los conflictos abiertos porque la gama de grises éticos está a la orden del día, además Ford cumple dignamente a sus largos 80 años de edad, el personaje femenino no incluye las estupideces woke baratas del Hollywood contemporáneo, Antonio Banderas no pasa vergüenza como Renaldo, español experto en buceo, no se siente forzada la vuelta de Sallah (John Rhys-Davies), el egipcio de Los Cazadores del Arca Perdida e Indiana Jones y la Última Cruzada, y algunas de las escenas de mayor incidencia por parte del artificio digital -el prólogo ferroviario, la secuencia en las cuevas y aquella otra de los aviones- son nocturnas para maquillar con mayor facilidad el carácter espurio de un aparato visual multimillonario que rejuvenece a la perfección rostros pero mantiene intacta una voz ajada de anciano. Indiana Jones y el Dial del Destino no logra levantar cabeza en comarcas verdaderamente cruciales como por ejemplo la originalidad del convite en su conjunto, el desarrollo identitario de nuestro arqueólogo y su peso en relación al villano, pensemos en este sentido que Voller opaca a Jones porque este último parece un carcamal intercambiable con cualquier otro carcamal y el personaje del estupendo Mikkelsen sí entusiasma ya que utiliza a la lacra de la NASA y la CIA para encarar su propia agenda, la de evitar la derrota germana en la Segunda Guerra Mundial eliminando al lunático/ psicópata al frente del país, algo que por cierto la epopeya exacerba por su nula capacidad de inventiva en lo que atañe a situaciones -todas conducen a un déjà vu- y personajes secundarios, incluso incorporando a un niño a lo Indiana Jones y el Templo de la Perdición, el crío de cotillón Teddy (Ethann Isidore). Mangold hace lo que puede aunque no consigue retrotraernos como desea a los 80 porque esta fisura en el tiempo es tan quimérica y baladí como aquella que retrata el film…