Igualita a mi

Crítica de Hugo Fernando Sánchez - Tiempo Argentino

La fiesta interminable de Fredy

Desde la desopilante y sorpresiva escena en donde el protagonista hace una lectura errónea de un momento de intimidad con una mujer a la cual intenta que le practique sexo oral, hasta una cena digna de Los Campanelli con todos los personajes sentados a la mesa familiar, Igualita a mí incluye momentos de una audacia inusitada propios de la comedia americana de los últimos años y otros de un conservadurismo fatal, heredero de la televisión de los setenta.

La película está estructura en torno a Adrián Suar, que demuestra una vez más un timming especial para la comedia, con su eterno personaje de porteño turro aunque adorable. Desde ese lugar compone a Fredy, un cuarentón que pasa sus noches en boliches, sale con chicas de la mitad de su edad, picotea en los negocios familiares, y sobre todo opone resistencia al paso del tiempo con un vestuario adolescente y frecuentes excursiones a la peluquería para ocultar las canas.

Pero una noche de tantas, conoce e intenta seducir a Aylín (Florencia Bertotti), una joven que lo estaba buscando para comunicarle que es su hija, fruto de una relación pasajera que el playboy de cabotaje que tuvo en el viaje de fin de curso a Bariloche, y que además, pronto lo va a convertir en abuelo.

Igualita a mí empieza bien alto, en donde el director Diego Kaplan, que debutó con ¿Sabés nadar? (1997), un film que también hablaba de la inmadurez -con surfistas gordos que no surfeaban y neuróticos directores de cine que no filmaban-, combina los grandes momentos del hedonismo sin culpa de Fredy con una clara inspiración en Los rompebodas, más algunas escenas de divertida crueldad de Loco por Mary. Y Suar está a la altura, manejando con soltura la fiesta permanente de la adolescencia tardía, así como también el estupor inicial ante la noticia que viene del pasado, y el enojo ante la evidencia que se termina un ciclo.

Sin embargo, después Kaplan abandona la irreverencia, se deja ganar por la rutina televisiva de los envíos más convencionales –bien lejos de sus propias experiencias en ciclos como Mosca y Smith en el Once y la comedia de culto Son o se hacen– y lo que era hasta ese momento una buena comedia popular, se convierte en una condena al chanta de Fredy, al que fuerza a un cambio políticamente correcto pero dañino para el conjunto del relato.