Ida

Crítica de Josefina Sartora - Otros Cines

El pasado me (nos) condena

Después de haber vivido y filmado en Gran Bretaña, el polaco Pawel Pawlikowski ((Last Resort, La mujer del quinto, Mi verano de amor) regresa a su tierra natal con Ida, una historia que presenta la situación de Polonia durante los años ´60, las consecuencias de la guerra y la vida durante el régimen comunista.

Anna (Agata Trzebuchowska) es una novicia en un convento de la muy católica Polonia que está a punto de hacer sus votos. Antes de tomar los hábitos, su superiora le ordena visitar a su tía Wanda (Agata Kulesza), a quien la joven no conoce. Por primera vez, la inocente protagonista sale del ámbito donde ha transcurrido pacíficamente toda su vida y en la ciudad encuentra su contracara: Wanda es una mujer durísima, ex integrante de la resistencia, jueza de los tribunales del pueblo que han enviado a muchos a la muerte, y que ahora lleva una vida tan disipada como solitaria, mientras bebe y fuma sin cesar.

Pero lo más perturbador del encuentro es que la tía le revela a la joven que en realidad se llama Ida, es judía e hija de su hermana y su marido, los Lebenstein, desaparecidos durante la ocupación y la masacre de los nazis.

La necesidad de enterrar a sus muertos y conocer la verdad lleva a esas mujeres al pueblo natal, donde todos prefieren olvidar el pasado. Todo resulta aún peor de lo imaginado por el taimado accionar de los vecinos durante la guerra, que recae con consecuencias en el presente. Así, Ida emprende un viaje iniciático que la obliga a tomar contacto con una realidad hasta entonces desconocida y lacerante, que la introduce violentamente en la madurez, la pone en contacto con su verdadera identidad y la obliga a tomar decisiones sobre su vida. El viaje de Ida y Wanda es también una evocación del paso de Polonia de uno a otro sistema. Pawlikowski ha sabido individualizar en la peripecia de esas dos mujeres, con síntesis, sutileza y estilo, la oscura historia de ese país, que incluye nazismo, antisemitismo, estalinismo y traición. Sin contemplaciones, enfrenta a la joven (la luminosa Trzebuchowska) con el negado pasado común, que conserva sus heridas abiertas.

A juzgar por el estado de Wanda, los ideales comunistas ya se están relajando. Kulesza realiza una admirable performance de esa mujer que ha participado del horror y lo ha sobrevivido por su autodeterminación y hoy se sostiene a base de furia, rencor, culpa y alcohol. Su actuación ha merecido varios premios, así como el film, que obtuvo dos premios FIPRESCI de la crítica internacional, entre varios otros.

El aspecto más admirable de la película es la fotografía en blanco y negro a cargo de Lukasz Zal y Ryszard Lenczewski (también DF de Mi verano de amor, un film anterior de Pawlikowski que trataba la entrada en la adultez de manera muy diferente). La composición suele ubicar a los personajes en el borde inferior del cuadro, con un gran espacio detrás, destacando su soledad, su individualidad, el vacío circundante. Esas sugerentes imágenes, con una sutil iluminación lateral a la manera de la antigua pintura holandesa, evocan el fundante cine polaco de los ´60. Los tonos grises y la música resultan tan expresivos como las casi silenciosas protagonistas. La estética ascética, los diálogos escasos y los tiempos demorados remiten al mejor cine clásico europeo, y entre los contemporáneos, a las películas del húngaro Béla Tarr.