Huellas y memoria de Jorge Prelorán

Crítica de Pablo E. Arahuete - CineFreaks

Imágenes Paganas

Quizás con la misma precisión y poder de síntesis con el que lograba extraer en un plano con su cámara Bolex la esencia de las personas y no personajes, el realizador argentino Jorge Prelorán escribía en ‘Conceptos éticos y estéticos en cine etnográfico’ lo siguiente: “En el cine es mucho más interesante enfocar la atención sobre individuos que puedan ser reconocidos y seguidos a lo largo de la película. El axioma que ‘el hombre gusta de observar al hombre’ implica que una documental será recordada con mucho más claridad si está basada sobre individuos con nombres y apellidos, opiniones y problemas personales con los que podemos identificarnos, en vez de generalizaciones como ‘gente’, ‘comunidades’ o ‘sociedades’.

Y de esas historias de la Argentina profunda que nadie conocía allá por los años 60 y 70, Jorge Prelorán comenzó a encontrar un estilo que recibió con el tiempo el nombre de etnobiografías, es decir, la idea de reflejar una cultura o grupo social a través de la voz de un individuo a lo largo de los años. Esa particular mirada sobre el Otro; sobre su pensamiento y filosofía de vida, sin el prejuicio culturalista o antropocentrista, es lo que a lo largo de 50 años de incansable tarea, recorriendo el noroeste argentino mayormente pero también en Ecuador, significó para el documentalista argentino, -quien debió exiliarse a Estados Unidos en la época de la sangrienta dictadura- un reconocimiento internacional por parte de sus colegas, mientras que en su país de origen su cine prácticamente era desconocido y lo que es peor aún muy poco valorado. Si bien es cierto que en el 2007 recibió un Astor por su trayectoria en el festival de Mar del Plata y otras condecoraciones simbólicas, como siempre ocurre en Argentina estas muestras de respeto y admiración llegaron tarde.

De esos pormenores y de la filosofía de vida de Jorge Prelorán se nutre gran parte del documental, Huellas y memoria de Jorge Prelorán, dirigido por Fermín Rivera a lo largo de casi 4 años en la última etapa de su vida (Prelorán murió el año pasado a los 75 años, víctima de un cáncer).

Fiel a las enseñanzas de su maestro, Fermín Rivera comienza su película con una suerte de planteo ético frente a cámara al preguntarle a su entrevistado si se siente cómodo para obtener inmediatamente como respuesta un rotundo no, producto tal vez del pudor de ser observado por una cámara. Y entonces, casi imperceptiblemente, quien toma la posta del documental de Rivera es el mismísimo Jorge Prelorán, multiplicándose en el discurso espontáneo y sincero en un repaso por su vida (acompañada de material de archivo, fragmentos de sus obras y testimonios de sus allegados y amigos) desde los recuerdos y las reflexiones sobre esos recuerdos.

Así, persona y personaje se funden en un mismo sujeto que lejos de convertirse en objeto de estudio del documental de Rivera eclipsa, en el mejor sentido del término, a su observador y le permite al espectador –tanto al que lo conocía como al que no había oído nunca hablar de él- ir descubriendo a una persona de un humanismo y humildad poco frecuentes, que supo hacer de su cine una experiencia de vida -tal como alguna vez se le escuchó decir- así como le costó el alejamiento con su hija dejando un legado no sólo para los amantes del cine sino también en la gente que protagonizaba cada historia de miseria, de injusticia, pero de riqueza espiritual y de profunda enseñanza de vida que sólo la cámara de Prelorán pudo registrar.

La enseñanza de Prelorán como la de Rivera, lejos de aferrarse a la inmediatez de vivir del cine o para el cine persigue, incansable pero convencida, la idea de que cada cosa que se hace o crea tenga un sentido y cambie aunque más no sea un poquito las apariencias de un mundo que guarda la misma indiferencia con las personas marginadas que con los verdaderos artistas.