Hitchcock: el maestro del suspenso

Crítica de Carolina Giudici - Morir en Venecia

Recordarán ustedes que a Cate Blanchett le dieron un Oscar por hacer de Katherine Hepburn en El aviador (Martin Scorsese, 2005). También la nominaron dos veces por encarnar a la reina Isabel de Inglaterra y por otros personajes, pero parece que en su caso fue más meritoria la precisión de la imitación que la originalidad de la interpretación-creación. Todo bien: más allá estos premios frecuentemente arbitrarios, sabemos que Blanchett es una gran actriz y que su trabajo fue digno. Sin embargo, no puedo dejar de percibir que existe un esfuerzo opaco, chirriante, vano -por no decir imposible- que queda expuesto cuando una estrella del cine pretende resucitar a otra estrella del cine. Distinto es ver a Meryl Streep en el cuerpo de Margaret Thatcher o a Marion Cotillard como Edith Piaf: hay artificio, sí, pero allí se funda otro tipo de pacto con el espectador. Con el cine dentro del cine el asunto es más complicado, sobre todo si hablamos de los rostros del Hollywood clásico, pues el halo insustituible que ellos cincelaron sólo tiene sentido en las películas, sus películas, sus escenas inmortales, sus emblemas. Esta paradoja (¿aurática?) debe ser probablemente el principal obstáculo que Hollywood enfrenta cada vez que intenta contar su propia historia, aunque siempre pueden darse milagrosas excepciones (lo que hace Michelle Williams en Mi semana con Marilyn es extraordinario).

Con esta introducción no pretendo cuestionar lo que hace Anthony Hopkins en Hitchcock. Aun dentro de las limitaciones, creo que Hopkins y Helen Mirren (que interpreta a Alma, la esposa del cineasta) saben aprovechar las pocas escenas simpáticas y rescatables que tiene la película (como la escena del “Hitchcock jardinero”), chispas aisladas que mucho le deben al cinismo del maestro y sus inapelables one-liners. Lo que resulta realmente frustrante en la película es todo lo relacionado con el rodaje de Psicosis, porque aquí es donde estallan y se multiplican esas fricciones perceptivas comentadas más arriba. No hay forma de visualizar a Janet Leigh en la cara de Scarlet Johansson, como tampoco hay rasgos de Jessica Biel que nos remitan a Vera Miles. Lo que vemos es una representación, obviamente: no estamos pidiendo la reencarnación de las actrices ni mucho menos. Sin embargo, el director Sacha Gervasi sí se muestra fascinado con la gracia de las imitaciones y la excesiva confianza que deposita en este efecto se torna contraproducente, pues sólo consigue distraer y distanciar al espectador. Finalmente, lo que nos queda de Hitchcock no es mucho más que un desfile de dobles reunidos en un desangelado backstage salteado con sesiones imaginarias de psicoanálisis al paso.

Pocos días antes del estreno del film con Hopkins en las de Estados Unidos, en octubre pasado la cadena HBO puso en el aire The Girl, telefilm dirigido por Julian Jarrold también inspirado en el cineasta británico, con Toby Jones como protagonista y Sienna Miller en el papel de Tippi Hedren. Curiosamente, la puesta en escena de esta película viene a ratificar el dilema antes planteado con respecto a la duplicación del star-system. Hedren es la única estrella reconocible en este contexto, y no hay ningún otro imitador que compita con ella en la carrera por ver quién es más fiel al original. Cuando se recrea el rodaje de Marnie, por ejemplo, puede observarse cómo Jarrold cuida puntillosamente el encuadre para que no se vea el rostro del actor que abraza a la actriz (Sean Connery interpretaba al amante de Marnie, pero aquí no lo vemos porque el film no especula con la ostentación figuritas). Sin ser necesariamente reveladora, The Girl es mejor que la película de Gervasi principalmente porque tiene un relato más concentrado y estructurado en base a fuerzas recíprocas, ya que aquí el personaje de la actriz logra consistencia como individuo autónomo. Tal vez lo más interesante del film sea descubrir cómo la víctima de Los pájaros consiguió fabricar un pelicular escudo contra el sadismo de Sir Alfred.

No faltan, previsiblemente, escenas en las que Hitchcock se permite desparramar su obsesión con regalos, declaraciones de amor y una cuota de extorsión laboral. Hace muchos años leí la biografía que escribió Donald Spoto* sobre el director y sentí una enorme culpa al comprobar que me había inmiscuido sin pudor en las intimidades de Hitchcock, muchas de las cuales quizás sólo llegaban al estatuto del rumor. Sin embargo, hoy me resulta imposible separar al genio de ese hombre profundamente perturbado que Spoto desnuda en su libro. Entonces nacen las contradicciones. Por un lado, quisiera pensar que poco nos suma espiar a Hitchcock mientras intenta, pobremente, hacer realidad sus fantasías sexuales. Y no lo digo por corrección política: simplemente me digo a mí misma que esa faceta no tiene por qué incumbirnos, pues lo que importa es el legado de una obra maravillosa que en sí misma contiene el paisaje psicológico del creador, si es que uno aspira a descifrarlo. Al mismo tiempo tengo claro que apartar su sufrimiento real es negar al hombre detrás de la firma. Y antes del cine, antes del arte, están los hombres. Siempre. Tal vez me equivoque, tal vez sea mi propia fantasía, ¿pero cómo no sentir que Alfred estaría dispuesto a canjear toda una vida de prestigio por la posibilidad de ser besado genuinamente, aunque sea sola una vez, por la belleza?