Heredero del diablo

Crítica de Javier Porta Fouz - La Nación

De lo cotidiano a lo siniestro

Si uno vio el tráiler, El heredero del diablo corre con notoria desventaja. El material promocional es cachivachero, con intención de ser trepidante, pero resulta adocenado y artero y puede generar muy pocas ganas de ver una -otra- película sobre alguna posesión o situación demoníaca relacionada con un niño por nacer. En ese tráiler todo parece ya visto decenas de veces y de esa misma manera. Quienes no queremos ver lo que promete el tráiler no estamos bien predispuestos a la hora de ver esta película. Por su parte, quienes se acerquen a El heredero del diablo buscando la milhojas de horrores formales que prometen los avances encontrarán una cosa distinta. Por suerte, algo mucho mejor.

Mejor no significa necesariamente original: esto es una mezcla de El bebé de Rosemary con la aparentemente interminable moda narrativa de imágenes de cámaras diegéticas; es decir, de las que pertenecen a la ficción, ya sea que las lleve algún personaje o sean cámaras de vigilancia. Una pareja -joven, linda- se casa y se va de vacaciones a la República Dominicana. El muchachito registra en video muchas partes de su vida (costumbre que heredó de su padre y que puede ser mucho más molesta que la toma ocasional de fotos). En la última noche en Costa Rica algo pasa. La película, desde el título, desde el principio -el muchacho ensangrentado y esposado contando su historia-, no esconde, no oculta información para revelarla más tarde: sabemos lo que está pasando: ese embarazo no es normal.

El heredero del diablo no solamente no abusa de sustos injertados, sino que es de una sobriedad inusual. Sí, hay sangre, hay amenazas, hay maldad, pero en función de la progresión dramática y de la construcción de un universo creíble, sólido, limitado en alcance por justa necesidad de concentración. Más de dos tercios de la película transcurren durante el embarazo, y se aprovecha la idea de la madre "preparando el nido" o "cuidando el bebé en gestación" para pequeños grandes momentos de violencia, como por ejemplo el del estacionamiento. Los directores Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett, parte del colectivo Radio Silence que firmaba "10/31/98", el último corto de la primera Las crónicas del miedo (estrenada hace un año en los cines locales), mejoran notablemente desde esa propuesta al eliminar la arbitrariedad y dedicarse a contar otra vez una historia que el cine -es cierto y como tantas otras- ya contó. Pero el qué (se cuenta) es siempre el cómo (se lo cuenta), y los directores aciertan casi siempre (el momento de los chicos en el bosque es espectacular, pero endeble, por punto de vista y por pertinencia de la cámara) en el uso de las cámaras diegéticas. Así, logran establecer con solvencia un ambiente cercano y cotidiano para llevarlo hacia lo siniestro. Y lo hacen con una eficiente modestia que les evita cualquier tentación grandilocuente y les permite lograr secuencias como la de la iglesia, que asustan de día y sin necesidad de chantaje ni manipulación, elementos sí presentes en ese tráiler que nos podría haber mantenido alejados de esta pequeña sorpresa del terror 2014 que, además, no estira su resolución y pone una canción de la recomendable banda The Gaslight Anthem para los créditos finales.