Happy Hour

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

Una película presa de sus indecisiones

“Soy un escritor frustrado devenido en profesor de Literatura dándole lugar a lo inesperado”, dice en una de las primeras escenas de Happy Hour la omnipresente voz en off de su protagonista, Horacio (Pablo Echarri). Y vaya su suceden cosas inesperadas a lo largo de los poco más de cien minutos de esta coproducción argentino-brasilera rodada en el país vecino y con un elenco binacional. El problema es que se trata de una película que confunde lo inesperado con lo    arbitrario, eliminando cualquier atisbo de lógica a la hora de enhebrar le enorme cantidad de sucesos que atraviesa Horacio. A saber: el paso de ciudadano ignoto a poco más que un héroe nacional por una circunstancia fortuita, el creciente deseo hacia una alumna que lo seduce sin tapujos, el posterior planteo a su mujer de una relación más abierta, menos abocada a los mandatos de la monogamia. Y hay más, porque ella es una importante diputada con aspiraciones a un cargo Ejecutivo en las próximas elecciones. Por ahí también anda una hermana de ella a punto de casarse y un argentino recién llegado a Brasil (Luciano Cáceres) que no se sabe muy bien qué hace ni para qué fue, pero que contribuirá a alterar la vida del profe.

Sucede que Horacio está en medio de una crisis existencial. Una crisis de la mediana edad, podría decirse, aunque la película de Eduardo Albergaria –de amplia experiencia en la TV brasileña– no indaga demasiado en esa cuestión. Ni en esa ni en ninguna otra, en tanto aquí prima la acumulación por sobre la profundidad. La acción transcurre en Río de Janeiro, a donde el protagonista llegó unos años atrás con intenciones de potenciar su carrera como escritor. Nunca concretó aquella meta y, a cambio, se enfrascó en la rutina de sus clases y un matrimonio con Vera. Hasta que, de buenas a primeras, un ladrón estilo Hombre Araña –que no solo se trepa por las paredes sino que ata a sus víctimas con una red similar a las desplegadas por los arácnidos– cae sobre su auto, convirtiéndolo en una figura pública. Tan pública como para que absolutamente todos lo reconozcan por la calle, incluidos aquellos turistas que circulan por Río de Janeiro, excusa para desplegar algunos pasos de comedia de enredos. Que ellos le pregunten dónde está el Pan de Azúcar podría ser gracioso una vez. Que lo hagan dos veces, un poco menos. Pero cuando el recurso se repite hasta el hartazgo, la película no hace más que evidenciar su escasez de ideas. 

En paralelo a todo esto, su mujer Vera (Leticia Sabatella) empieza a dar los primeros pasos rumbo a su candidatura para acceder a la alcaldía, secundada por un vice cuyo principal rasgo es referenciar una y otra vez la importancia de la rosca política y la imagen hacia afuera. No es muy positivo para la campaña que se descubra que Horacio anda con ganas de flexibilizar los límites de la relación a raíz de sus ganas de encamarse con una alumna. A partir de ahí, la película duda tanto o más que su protagonista: como él, nunca termina de definir qué quiere ser. Superficial y caricaturesca en su representación de los medios y la cocina política, banal a la hora de retratar la crisis matrimonial, poco imaginativa a la hora de tematizar el deseo, por momentos grotesca en la caracterización de sus personajes (allí está el de Luciano Cáceres para comprobarlo), Happy Hour queda, igual que Horacio, presa de sus propias indecisiones.