Hannah Arendt

Crítica de Marcelo Stiletano - La Nación

Pensamiento y acción

Entre los muchos méritos que tiene este arriesgado, laborioso y comprometido acercamiento a la vida de Hannah Arendt, tal vez el mayor haya sido el de hacer llanos y comprensibles para el gran público algunos de los grandes dilemas morales que atraviesan el pensamiento y la acción de la extraordinaria intelectual alemana.

Semejante desafío forzó a Margarethe Von Trotta a hacer alguna mínima concesión: ciertas precisas situaciones no superan los límites del esquematismo y hay personajes que pueden estar retratados con algún trazo superficial. Pero no hay aquí voluntad didáctica ni espíritu de simplificación. Es muy posible, en cambio, que quien salga del cine lo haga dispuesto a indagar un poco más sobre los motivos que llevaron a Arendt a ir un poco más lejos que sus contemporáneos y hacerse preguntas que descolocaron a buena parte de los intelectuales de su tiempo.

Von Trotta parece haber comprendido a la perfección que cualquier acercamiento riguroso a Arendt se impone desde el pensamiento, y por eso se esforzó (con la invalorable ayuda de su intérprete en la pantalla, Barbara Sukowa) por encontrar la forma cinematográfica más adecuada de auscultar lo que pasa por la cabeza de una intelectual siempre dispuesta a correr riesgos por su renuencia (y renuncia) permanente al pensamiento rígido, inmóvil, inflexible.

Esa voluntad aparece en los dos episodios elegidos por Von Trotta para marcar a fuego este atípico retrato fílmico. El primero es el juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén, que Arendt siguió para la revista The New Yorker, del cual surgió tal vez su definición más famosa y controvertida ("La banalidad del mal", conocida en 1963).

El resonante episodio (recreado aquí con un admirable juego escénico entre el escenario ficticio de la trastienda y el auténtico testimonio de Eichmann mediante imágenes de archivo) rompió para siempre el fecundo vínculo que Arendt mantenía con gran parte de la comunidad intelectual judía de su tiempo, que jamás perdonó lo que entendió como una virtual exculpación de las responsabilidades de Eichmann en los espantosos crímenes del régimen nazi.

El segundo, presentado mediante sucesivos flashbacks, resulta otra fuente de tensión muy bien aprovechada en el relato: el romance clandestino que Arendt mantuvo a partir de 1924 con Martin Heidegger (Klaus Pohl), marcado por diferencias casi irreconciliables desde el momento en que ella era judía y él, un extraordinario filósofo que miró con simpatía al nazismo en los albores de ese movimiento.

Todo ese complejo entramado de interrogantes existenciales recorre la figura de Arendt, pero desde allí (y aquí radica el gran logro de Von Trotta) se contagia al espectador, que acompaña y sobre todo comprende a la protagonista cuando aparece sumida en largas cavilaciones y en los momentos en que resuelve pasar a la acción, encontrando a cada paso rechazos e incomprensiones, con la honrosa excepción de la incansable Mary McCarthy (Janet McTeer, notable), su mano derecha durante los años que pasó en los Estados Unidos.

Esta etapa norteamericana, precisamente, es la que Von Trotta elige para exhibir la rica vida intelectual y personal de Arendt. En ese mundo de aulas, campus, libros, debates y clases magistrales magníficamente recreado en todos sus detalles desde la dirección artística de Volker Schäfer, la intelectual alemana desarrolla algunas de sus grandes ideas y las defiende ante sus detractores de un modo que no deja indiferentes a los interlocutores de su tiempo y a la vez interpela con fuerza al espectador de hoy. Nada de lo que se ve en Hannah Arendt nos resulta ajeno o superado por el tiempo, con una sola excepción: todo, absolutamente todo, se piensa y se dice con el infaltable acompañamiento de un cigarrillo.