Goodbye Solo

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

De modo casi fatal, en Goodbye Solo se puede apreciar una serie de taras del llamado cine independiente norteamericano, la más notoria de las cuales es una especie de obligada baja intensidad, como si el mérito mayor de la película fuera el de intentar sortear a toda costa la idea de una dramaturgia más convencional y construir a partir de esa ausencia una relación con el mundo circundante supuestamente más genuina. La película no lo consigue del todo pero sus máximos esfuerzos parecen concentrarse en simular que sí lo hace, mediante el escamoteo en verdad un poco ramplón de todo rasgo de energía que pueda ser sospechada de irrealidad o de estar por lo menos fuera de la más estricta cotidianeidad. Supongo, en fin, que Goodbye Solo podría entrar en eso que a algunos cráneos les gusta llamar “películas de gente real” (en serio, leí la expresión por ahí), categoría en la que la sociología de salón seguro que debe jugar algún papel no menor.

El entusiasmo a todo trapo que practica el personaje principal de la película, un inmigrante senegalés llamado Solo que trabaja en los Estados Unidos de taxista, lo convierte más bien en un estereotipo del expatriado voluntarioso y de una nobleza y espíritu de lucha sin dobleces, cuya fe inquebrantable en el esfuerzo personal para salir adelante termina argumentando inopinadamente a favor del sistema en el que se inserta su vida. “Sé que voy a pasar el examen porque quiero hacerlo”, dice mientras se prepara para ingresar a un curso de capacitación para empleados aeronáuticos. Su mujer mexicana, en tanto, que está embarazada y tiene aspiraciones mucho más terrestres, solo le exige que pase más tiempo a su lado, que se ocupe de la familia como es debido y que por dedicarle tiempo a estudiar no se lo saque al trabajo. Paralelamente, Solo entabla una relación inexplicable con un misterioso pasajero, un wasp envejecido y agriado con pasado rockero que toma su taxi para acudir a cada rato al cine y del que el taxista sospecha que puede intentar suicidarse en cualquier momento. A las continuas atenciones de Solo (un personaje de índole sospechosamente servicial) el tipo no para de responder con rezongos y a veces incluso con franco desprecio. La mayor parte de la película, de un tono apagado al que contribuye la profusión de escenas nocturnas (el taxista hace el turno noche) se sostiene en la extraña ligazón establecida entre esos dos hombres disímiles, como si el director considerara al cine como oportuno reemplazo del mal teatro, una inmejorable oportunidad para el palabrerío serio y el desempeño más o menos simpático de los actores (en ese rubro se destaca por lejos la niña Diana Franco Galindo, que hace de la hija de la esposa de Solo).

En los tramos finales de la película, sin embargo, hay una escena muy bella en la que el taxi se dirige al atardecer por un camino de montaña rumbo a un mirador llamado Blowing Rock, en donde el paseante puede asomarse a un precipicio azotado por unos vientos huracanados y en el que se dice que si se arroja un objeto éste vuelve enseguida hacia arriba como por arte de magia. El automóvil sube entre la niebla que se abate sobre la ruta y de pronto desaparece: un blancor de hueso toma por asalto la pantalla, un lienzo trémulo levantado entre los personajes y el espectador. Poco más tarde, Solo y su hijastra pierden de vista al enigmático hombre y deciden atravesar un paseo boscoso, atraídos por el mencionado prodigio que promete el lugar. Como si el nombre de Blowing Rock que el viejo pronuncia al principio fuera la cifra clave hacia la que con parsimonia se encamina todo el trámite de la película, Goodbye Solo, abstraída repentinamente de sus protagonistas un poco sosos y exánimes, seres a través de los cuales no deja de exteriorizarse un humanismo de manual que los guionistas se han encargado de imponer, parece descubrir de pronto la fuerza inefable de la naturaleza mientras el cine se manifiesta como el medio más competente para su extasiada contemplación.