Frantz

Crítica de Mex Faliero - Fancinema

UN HOMBRE, UNA DUDA

La ambigüedad, tema recurrente en la filmografía de François Ozon, vuelve a estar presente en Frantz, suerte de reescritura de Broken lullaby de Ernst Lubitsch con la que el director francés demuestra otra vez tanto su eclecticismo como su virtuosismo formal. Una familia alemana en la Europa posterior a la Primera Guerra Mundial se conmociona cuando en la tumba del hijo muerto en combate aparecen flores que deja un francés. Esta presencia, que turbará tanto a los padres como a la novia del soldado alemán, generará muchísimas dudas: quién es ese hombre, qué vínculo mantenía con el muerto, por qué parece sentir un afecto llamativo. La información -que será develada progresivamente en una sucesión de revelaciones manejadas con maestría por el director- y su dosificación es la clave del relato: para Ozon es material ideal para construir otro de sus territorios resbaladizos y de personajes que no parecen decir todo lo que tienen para decir. Frantz transcurrirá, entonces, con la superficie de un drama con ecos trágicos, mientras en su corazón albergará un notable film de misterio.

Adrien Rivoire (un intrigante Pierre Niney) se hará presente con el poder de una bomba en la familia de Frantz, aquel soldado muerto en combate. Su figura no sólo evocará el fantasma del hijo ausente, sino que también alentará los odios y las diferencias de franceses y alemanes con la guerra terminada pero aún caliente. Podríamos decir que Frantz -la película- es una reflexión sobre el perdón, pero también es cierto que ese tema implica la primera parte de un relato que se irá quebrando con cada giro, y que irá descubriendo nuevas posibilidades: la culpa también tiene una presencia fuerte, el deseo ante lo indebido, la mentira como forma de sostener una historia oficial, el atisbo de roles femeninos fuertes aunque víctimas de su tiempo, las divisiones culturales, el arte como escape ante el horror. Frantz es un film de múltiples resonancias, trabajado con una introspección que se refuerza a partir de un blanco y negro bellísimo, pero con la invasión de segmentos de color en tonos pastel que rememoran cierto aspecto pictórico relacionado con instancias de felicidad o, incluso, ensoñación.

Una de las virtudes de Frantz es que, a la inversa de lo que suele ocurrir, Ozon logra que la película resulte más atractiva cuanto más vamos conociendo a los personajes y el misterio se va resolviendo: sabe cómo sostener una premisa y profundizarla. Sin embargo, hay algo que no termina de hacer balance y tiene que ver con los dos niveles sobre los que el film transita. Por un lado tenemos el formal, que Ozon borda con maestría, tanto en el encuadre como en los tiempos narrativos, incluso en el uso de la luz. Por el otro lado tenemos el nivel de lo discursivo y de lo simbólico, incluso lo metafórico, y es ahí donde la película chirría un poco. Por ejemplo, el uso del color en determinados pasajes es primero un recurso inteligente que por repetición se hace obvio y subrayado. También la utilización de un cuadro de Manet remarca excesivamente los estados emocionales de los personajes. Es en estos momentos donde un director como Ozon, quien ha sabido trabajar lo introspectivo con soltura, parece no confiar del todo en el espectador y entregarle algunas cosas digeridas.

En todo caso, y más allá de los elementos sumamente disfrutables que posee, Frantz no deja de ser una película menor dentro de la filmografía del director. Lo notable en el francés es que estamos ante un producto bellísimo visualmente, que incluso sirve para intuir cuál es el peso de las imágenes cinematográficas. Hay autores que tienen la vara alta, Ozon es uno de ellos.