Fausto

Crítica de Pablo O. Scholz - Clarín

Nunca pensé encontrarme con el Diablo

El director de “El arca rusa” cierra su Tetralogía del poder con su relectura del clásico de Goethe, hipnótica y desafiante.

Hace nueve años se estrenaba en la Argentina una película que iba a dividir las aguas con respecto a la repercusión del cine arte en nuestro país: era El arca rusa , de Alexander Sokurov, que vieron 165.000 espectadores.

Ninguna otra producción de Sokurov alcanzaría tamaña expectativa, pero para quienes no habían visto Madre e hijo , el apellido del realizador ruso quedó marcado a fuego, emparentado con un cine sin concesiones de ninguna índole, difícil, ampuloso, atrapante y sobrecogedor.

Con su Fausto , Sokurov cierra la que ha denominado la Tetralogía del poder, que empezó con Mo loch (1999), sobre Hitler, y continuó con Taurus (2001), sobre Lenin, y El sol (2005), sobre Hirohito. Tomar el personaje de Goethe y hacer su propia relectura, e integrarlo a ese grupo de figuras históricas, reales y potentes, ya era un desafío.

Pues bien, el Fausto de Sokurov también ahonda en la naturaleza del poder; antes, el realizador hablaba de la decadencia; ahora, en el comienzo de lo que el Dr. Fausto cree que puede lograr.

La película arranca con una toma desde el cielo, la cámara atravesando las nubes en un prodigio digital, hasta llegar a la habitación en la que el doctor Fausto (imponente Johannes Zeiler) examina las entrañas de un cadáver hediondo, al que le realiza la autopsia, con un pene en primer plano. No es poco: descubriremos que Fausto niega que pueda existir el alma, pero que sucumbirá ante las ofertas del Diablo.

Fausto es la concreción del ideal renacentista. Su intelectualidad no es suficiente, y no puede (¿no lo deja?) contentarse con lo que tiene. Y, claro, sucumbe... como cualquier mortal. El Diablo es corporizado en un viejo, un usurero deforme.

Hay una lucha constante entre el bien y el mal, la luz y la oscuridad, que el director de fotografía Bruno Delbonnel ha sabido plasmar (hay, sí, claro, grandes plano secuencias). Es sorprendente cómo el universo que iluminó en Amélie pueda transformarse en la sordidez de Fausto . Y cómo el indistinto uso de lentes logra la plasticidad que ama Sokurov, quien si puede ser muy amigo de los monólogos largos, como buen cineasta que es, le encanta contar en imágenes.

Con sus atmósferas recargadas y angustiantes, sus climas de agobio, Fausto es como una ópera horrorosa, observando el patetismo humano, con un envoltorio bien barroco.

Y es tan hipnótica como capaz de distanciarnos.