Fausto

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

Liebe

La nueva película de Aleksandr Sokurov es una experiencia sensorial formidable y una singularidad dentro de su filmografía. El cineasta ruso crea nuevas ópticas, trabaja los matices de color y las tonalidades musicales profundizando la intensidad y la complejidad de las cuestiones que plantea: el amor por la figura atormentada del protagonista, el centelleo amarillento que emana de la joven Margarete, los verdes y ocres del paisaje, la blancura de las sábanas de las lavanderas, la negrura de la sombra de una diligencia rusa que marcha hacia París. Fausto integra una tetralogía sobre el mal, pero mientras las tres primeras películas (Moloch, Taurus y El Sol) se concentran en figuras históricas, esta última escapa de la encarnación terrestre para retratar a una humanidad maldita. Sokurov abandona la historia por el mito: el simbolismo de los títulos anteriores deja lugar únicamente al nombre del personaje, que representa el paroxismo del hombre insatisfecho en busca de la esencia de la vida. Antes que una adaptación, el Fausto de Sokurov es una traducción de la obra de Goethe en la que las manifestaciones divinas se convierten en extraños experimentos científicos. El texto le proporciona la ocasión de confrontar de manera directa los elementos que se cruzaban en sus otras películas: cuerpo y alma, depravación e inocencia, que se alternan hasta confundirse.

El plano de apertura evoca al cuento: un papel (el famoso pacto) flota en las nubes y termina por fundirse en una pequeña ciudad. El vertiginoso travelling aéreo libera a Fausto de la gravedad terrestre y anticipa la larga deambulación del científico con el demonio. Sokurov despliega una vivacidad estética asombrosa, cada plano reinventa al precedente explotando al máximo el extraño formato de pantalla cuadrado: una ventanilla hacia un mundo paralelo en el que las imágenes y los colores se distorsionan para expresar mejor las obsesiones del personaje central. El trabajo cromático atenúa los contrastes para evocar un mundo descripto y soñado tanto por la pintura como por la Historia. Pero el cineasta se emancipa de la naturaleza muerta para oscilar hacia el fresco, alcanzando un sentido extraordinario de la variación y el movimiento. Una espléndida escena de jugueteo en el bosque mezcla las dos criaturas, Fausto y Margarete, objeto fatal de su deseo, por un lado, y el demonio y la madre de la joven por el otro, en una secuencia donde trayectorias y diálogos se colisionan. El aspecto metafísico de la obra se despliega con la deformación de la imagen en los momentos en que se prueba la presencia de lo divino o de lo demoníaco.

Sokurov nos sumerge en una narración cautivante que aspira al científico en un movimiento perpetuo, circular y descendente. La música acompaña la ronda del mal con motivos sutiles que se repiten. Sin renunciar a su tendencia elegiaca, Sokurov imprime un tono burlón e irónico a este relato con el personaje de Mefistófeles, una encarnación del mal en estado de fragilidad e incertidumbre, lejos de las representaciones simplistas actuales de la seducción maléfica. La película genera una serie de imágenes cada vez más sorprendentes que encuentran su cumbre en el rostro redondo e irradiante de Margarete que deforma los rayos de luz y se confunde con un icono ortodoxo. Ese rostro es la encarnación de la gracia y el amor que ilumina literalmente el resto de la película, desde el fondo de las tabernas hasta la cumbre de las montañas, con colores reinventados y materias inéditas, entre los rumores de la naturaleza y las emociones humanas.