Fausto

Crítica de Alberto Varet Pascual - EscribiendoCine

Filmar la inmortalidad

Alexander Sokurov cierra su tetralogía del poder formada por Moloch (1999), centrada en Hitler; Taurus (2001), sobre la figura de Lenin y El Sol (Solntse, 2005), levantada alrededor de Hirohito, con Fausto (Faust, 2011), una versión libre de la obra de Goethe que entronca perfectamente con los anteriores títulos en su lúcida e hipnótica mirada al bien, el mal y la debilidad humana.

Ganadora del León de Oro en Venecia, esta nueva joya del mejor cineasta ruso de los últimos veinte años narra la melancólica existencia de un científico entregado a su profesión pero alejado del contacto con los demás. Su vocación ha terminado por recluirle en su laboratorio y su pesadumbre es la de aquel que no ha querido jamás.

Porque de eso va Fausto, de la eternidad del amor, de su abstracta naturaleza y de la imposibilidad de contarlo, lo que le liga a otros grandes ejercicios del momento como El árbol de la vida (Tree of Life, 2011) o Holy Motors (2012), obsesionados, igualmente, con el retrato de un mundo hecho añicos y la búsqueda desesperada de nuestro corazón para reivindicar la condición humana antes del fin de todas las cosas.

Con este objetivo, Sokurov se consagra en cuerpo y alma a una realización en la que es capaz de utilizar casi todos los recursos del cine. Su confianza es enorme y se la juega a cada paso con un magistral uso de la voz en off, una fotografía quemada y difusa y la aberración de los planos y su desenfoque. Todo en pos de una experiencia sensorial que evoque nuestro universo, en permanente descomposición.

También opta por el formato 1:33 (defendido por Eric Rohmer como la auténtica medida cinematográfica) con el propósito de humanizar una película extremadamente física: la cinta abre con el plano de un pene flácido perteneciente a un cadáver sobre el que se está practicando una autopsia. Así, la decrepitud, la muerte, la caducidad de la carne y, sobre todo, la búsqueda de algo que trascienda la vida terrenal, entran en juego desde el principio del metraje.

Un elecouente y deprimente territorio donde los protagonistas (excelentemente interpretados) son representados en ocasiones casi como niños en fragmentos que, estéticamente, pueden recordar a los Caprichos de Goya o a algunos paisajes de Caspar David Friedrich. Todo en un film que narra y contempla a la vez, donde el creador es portador de una voz muy personal presente en cada movimiento de cámara, en el excelente uso del montaje, en cada rima audiovisual (ese cuerpo asqueroso de Mefisto).

Y es que Sokurov se ha volcado sobre la obra de Goethe no sólo para reclamar la palabra en el cine cuando ésta ha dejado de significar [lo que le lleva a hacerse las preguntas más elementales (¿qué une a un hombre y a una mujer?)], sino, también, para reflexionar sobre el miedo como el mayor enemigo a la hora de vivir, para rodar los ritos ancestrales de la muerte captando su esencia (tan vieja como la propia existencia), para explorar los límites de la ciencia y la imposibilidad de ser Dios y para reflejar, finalmente, la locura, no del amor sino, mucho más inteligente, de la vida sin ÉL pues ÉL es nuestra única razón de ser.

Y sí, como pasa habitualmente con el director ruso, su trabajo tiene algunas lagunas narrativas, es claramente irregular, pero, en el peor de los casos es muy interesante, en el mejor, sencillamente espectacular y, por lo general, magnífico y apasionante.

Porque hay conceptos que nunca dejan de ser actuales, que viven por siempre en los textos escritos a lo largo de la historia de la humanidad y ahí está Sokurov, como el gran cineasta/humanista que es, para dar voz a esta realidad a través de sus vivísimas imágenes.