Exorcismo en el Vaticano

Crítica de Fernando López - La Nación

Un exorcismo lleno de lugares comunes

En mala hora podría concluirse que a Mark Neveldine se le ocurrió hacer su primera experiencia como director solista después de haberse fogueado a dúo con Brian Taylor en algunos thrillers vertiginosos (Crank, Crank 2, Ghost Rider: espíritu de venganza), de los que podía rescatarse -además de su indispensable aceleración- una pizca de locura. Sobre todo porque para hacer este debut eligió este guión que vuelve, sin demasiada fortuna ni imaginación al repetido tema del exorcismo, demasiado frecuentado desde que hace ya más de cuarenta años Willliam Friedkin dirigió el título con Linda Blair y Max von Sydow que se volvió clásico.

Aquí lo que más llama la atención, en todo caso, es la increíble acumulación de lugares comunes de este subgénero que combina religión y horror y que de tan previsibles parecen más propios de una parodia que de una historia que busca ser tomada tan en serio como para aludir en el comienzo al mismísimo papa Francisco (cuya condición de figura pública internacional, como se ve, no sólo le acarrea una infinidad de visitas no siempre desinteresadas). Y también como para que el film complique en el caso -el de una chica de 27 años poseída por el demonio y por ello sometida al necesario exorcismo- al psicoanálisis y al Vaticano, que ha acumulado por siglos documentos secretos sobre los vestigios que el diablo ha ido dejando en sus reiteradas andanzas por este mundo.

Por supuesto aquí también los exorcistas son dos, uno veterano y otro joven; un cardenal que es toda una autoridad en la materia porque a los 12 años ya fue él mismo poseído, y un sacerdote que antes de ordenarse fue militar y estuvo en Irak. El cardenal, eso sí, ya no se vale de los rezos ni del agua bendita: prefiere emplear cadenas para oponer a la fuerza demoníaca. Y no titubea cuando la chica, que no sólo habla con la voz ronca de todos los demonios del cine y vomita, aunque menos violentamente que en otras oportunidades, responde a su conjuro expeliendo por la boca tres huevos grandes y enteros. Él los explica con la autoridad que le cabe: son la Santísima Trinidad. Sólo los más fanáticos podrán encontrar en este despropósito algún elemento de interés o quizás algún motivo para la hilaridad.