Éxodo: Dioses y Reyes

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

Revisando al profeta

Hubo una época en que durante Semana Santa la televisión era colonizada por películas bíblicas. Lo cual era como decir que la cara de Charlton Heston se multiplicaba en las pantallas, especialmente con “Ben Hur” y la infaltable “Los Diez Mandamientos”, la legendaria película que Cecil B. DeMille estrenó en 1956, con Yul Brynner como Ramsés II y los efectos especiales de John P. Fulton, con su bullente mar dividido hecho de aceite hirviendo. Sacando la miniserie de 360 minutos con Burt Lancaster como el “dador de la Ley”, casi nadie se animó a desafiar esa presencia canónica.

Pero Ridley Scott no es alguien que se deje amilanar. En “Cruzada” y “Gladiador” había mostrado su gusto y habilidad para filmar películas “grandes” de las de antes: sword & sandals (espadas y sandalias), plano abierto y aéreo, cientos de extras en trajes de épocas, batallas épicas y exigente diseño de producción. Todas esas cosas que el Hollywood legendario hizo brillar en sus épocas doradas.

Pero en estos tiempos posmodernos, la forma tiene que contemplar una confrontación del contenido: más allá de una revisión etnocultural (en estos tiempos globales es más accesible la diversidad étnica en un elenco, o filmar una película en arameo, como Mel Gibson), se vuelve necesaria una relectura que deconstruya o reinterprete a los personajes y relatos. Por dos razones: porque cada tiempo demanda nuevas miradas, y también porque carecería de sentido volver sobre lo ya hecho.

Dicho esto, no está mal recordar que además se está metiendo con uno de los relatos fundantes de la civilización occidental judeocristiana, lo que no es una pavada.

Entre dos mundos

El líder hebreo es aquí desmontado y humanizado. El guión de Adam Cooper, Bill Collage, Jeffrey Caine y Steven Zaillian construye dos juegos de oposiciones: la obvia es con Ramsés: “primos” con Moisés, criado como hermanos el faraón Seti, quien confía más en su supuesto sobrino que en su propio hijo, lo que mete una cuestión de autoestima en el medio.

La otra oposición es nada más y nada menos que con el Morador de la Zarza, Yahvé de los Ejércitos:

—No siempre estás de acuerdo conmigo -le dice Malak, el mensajero de Yahvé.

—Tu tampoco -le cuestiona el mortal.

Moisés quiere gestar una guerra de guerrillas de liberación, y “de arriba” le avisan que la cosa tiene que ir más rápido.

—¿Qué haces? -pregunta el hebreo.

—Verte fallar -es la respuesta.

Al ex príncipe no le gusta ver sufrir al que fuera su pueblo adoptivo, y no se siente demasiado cómodo con “medidas extremas” como la muerte de los primogénitos.

El relato achica los roles de Aarón y Miriam, y hace crecer a Seti, que termina quedando como un buen tipo en sus circunstancias; a Séfora, el amor terrenal del gran hombre, y a Josué, el elegido para seguir la marcha. También innova en la presentación de la apertura del paso en el mar, y bastante en el grabado de las Tablas, aunque el cambio en la imaginería no afecte lo medular.

En cuanto a la puesta visual, ya algo dijimos: es una superproducción de Hollywood a la altura de la historia de este tipo de filmes, que Scott maneja con precisión para hacer de todo esto una narración entretenida como los clásicos: las justas tensiones y distensiones entre momentos reflexivos y duelos, entre disputas verbales y persecuciones de masas. La reconstrucción de época no desmerece lo que los arqueólogos nos contaron vía The History Channel (salvo por los estribos), y las locaciones mezclan ambos mundos: entre el Egipto “verdadero” y la Almería donde se filmaban los spaghetti westerns (es una coproducción con España).

De cara al futuro

Este tipo de filmes es de los que suman muchos rostros pero quizás un puñado de lucimientos. Christian Bale se pone el filme al hombro como el Moisés revisionista, aunque para algunos sea el que menos mediooriental luce. Joel Edgerton construye un Ramsés creíble: todo faraón fue en algún punto criado a la sombra (literal) de sus antecesores. John Turturro se vuelve un Seti querible, casado con una Tuya pérfida que Sigourney Weaver esboza en dos trazos.

Hiam Abbass le pone el cuerpo a Bitia, la madre de crianza que Moisés no deja de querer, más que a la Miriam que Tara Fitzgerald encarna por un ratito. Ben Mendelsohn hace interesante y detestable a su virrey Hegep, más vistoso que el Josué de Aaron Paul. Ben Kingsley no necesita esforzarse mucho para mostrarnos al sacerdote Nun.

La española María Valverde está adorable como Séfora, que luce como una judía mizrahi del Yemen, o como la sobrina de Ofra Haza. Dar Salim tiene onda como Khyan, el ex ladero de Moisés. Y el pequeño Isaac Andrews le pone picardía a Malak, el infatigable mensajero de Dios.

Hablábamos de debates sobre métodos y fines, y para el final, el líder tendrá sus dudas sobre qué pasará cuando lleguen a la Tierra Prometida, donde ya vive gente y seguramente habrá que luchar de nuevo: un debate que más de tres milenios después parece seguir candente. No somos menos que cualquier otra tribu, responde Josué: parece tener menos dudas, y sabrá hacer tronar las trompetas cuando llegue la hora.