En un patio de París

Crítica de Fernando López - La Nación

La sabia mezcla de Salvadori

El terreno en el que Pierre Salvadori (El restaurante, Mujer de lujo) ha sabido destacarse es la comedia y en las suyas nunca falta la equilibrada mezcla de risas y drama, como no faltan los apuntes agridulces sobre el mundo que nos rodea ni sobre temas tan graves como el paso del tiempo, el malestar existencial o algunas formas de la frustración o la marginalidad. En un patio de París se atreve a abordar cuestiones tan poco propicias para la comedia como la soledad o la depresión, y, sin embargo, al mismo tiempo sabe transmitir detrás de su dulce melancolía la sana voluntad de descubrir los aspectos más bellos de la vida, los que perduran y florecen como las rosas del taciturno Antoine. O como la amistad que salva a los dos protagonistas: este oso barbudo y triste que se autodefine como experto en depresión y ha abandonado su casa, su mujer y su trabajo como músico para refugiarse de la realidad en la conserjería de un edificio del Este de París y la propietaria que lo contrató, una jubilada reciente que se ha volcado al trabajo como voluntaria para llenar el tiempo vacío mientras su marido observa su conducta con explicable preocupación.

Por el patio que comparten estos vecinos ni pobres ni ricos circula todo un muestrario de personajes que Salvadori pinta con pinceladas certeras y sutiles, sin ceder al trazo grueso ni buscar la emoción fácil. Su escritura es pudorosa, discreta y elegante: el malestar interior se traduce en las acciones de esta ronda de depresivos frágiles y fatigados, que abarcan desde el ex futbolista que amontona en el patio las bicicletas robadas que intenta vender y generan las quejas del maniático caballero muy atento a las reglas del consorcio hasta el agente de seguridad venido del Este, miembro de una secta y sin domicilio fijo. De a poco todos se han vuelto un poco confidentes del paciente Antoine a pesar suyo, que igual tiende a protegerlos, aunque a él tampoco le sobren las fuerzas. El hermoso poema de Carver que él mismo lee resume su estado mejor que cualquier línea de diálogo.

No es difícil interpretar a la pequeña comunidad como una metáfora del mundo en que vivimos, como tampoco cuesta ver la angustia del envejecimiento en el avance de las fisuras que crecen día tras día en las paredes y que la protagonista vigila y estudia hasta volverse obsesión en ella y llevarla cerca de la locura. En la magnífica escena de la visita a la casa donde vivió de chica -transformada por sus actuales propietarios-, se ilustra el estallido. También hace visible el camino que se le abre hacia la salvación: está en los otros.

Todos los personajes de este film íntimo y emotivo están, gracias a un elenco espléndido, llenos de vida, valga la paradoja. Pero si Catherine Deneuve vuelve a lucirse en el papel que mejor le cuadra actualmente -el de la mujer común, sin misterios ni rastros de divismo-, la gran revelación es Gustave Kervern, un Antoine irreemplazable.