Elsa y su ballet

Crítica de Pablo E. Arahuete - CineFreaks

Vivir el Arte

De espaldas a la cámara surge la figura de Elsa Agras, con sus 87 años a cuestas y un bastón que la conecta con el suelo y con las vibraciones que su sensibilidad capta en pleno ensayo donde un nutrido grupo de mujeres no bailarinas -de más de 40 años la mayoría- practican pasos de tap. Las observaciones de la mujer son tan rigurosas como las de cualquier profesor de danza pero a sabiendas de que la imperfección en las coreografías también es igual de genuina que la perfección y que si del otro lado no hay diversión de nada sirve intentarlo.

Elsa y su ballet es un documental observacional de Darío Doria que se presentó en el festival del Mar del Plata y que se sumerge en el mundo interior de esta octogenaria maravillosa para quien el ballet y el arte en particular es un compromiso y un propósito lo suficientemente fuerte como para aportarle una vitalidad envidiable.

Su trabajo con amas de casa o mujeres de diferentes profesiones que buscan desinhibirse y hacer algo primero con su cuerpo y segundo con su alma dio origen al grupo 40-90 y es importante a la hora de pensar el arte y en este caso la danza como un vehículo transformador de la realidad.

Esa saludable caradurez; esa plena confianza en la entrega y la pasión más que en la técnica hacen de la experiencia de este grupo una marca indeleble y muy original, que gracias a la cámara invisible de Doria encuentra la distancia necesaria para que el personaje aflore en todo su esplendor, se magnifica en las imágenes.

A ese fluido ritmo se debe agregar una buena dosis de humor y el protagonismo de mujeres sencillas que no temen ser coquetas, improvisar o bailar de forma elegante dejando de lado el perfeccionismo pero ejecutando pasos y coreografías que manejan el espacio escénico de una manera particular; así como se despojan del ego para que el baile invada la escena y los cuerpos imperfectos se transformen por unos minutos en algo bello y sobre todas las cosas vivo.

Elsa Agras es vital porque confía en el propósito: el arte está en el aire sólo basta con dejar que penetre y sentirlo para hacerlo propio.