El último maestro del aire

Crítica de Rodrigo Seijas - Fancinema

¡Que Dios te bendiga, Shyamalan!

Debo decir que M. Night Shyamalan es una de mis debilidades. No es que le defiendo todo, me parece un director claramente imperfecto, pero las formas que implementa en su cine siempre han establecido una conexión con mi gusto cinematográfico. Defendí filmes suyos muy atacados, como La aldea o La dama en el agua, e incluso varios aspectos de El fin de los tiempos, al que sin embargo considero claramente fallido.
Aún así, debo decir que la noticia de que se iba a hacer cargo de la adaptación de la serie animada Avatar-la leyenda de Aang no me generaba demasiada expectativa, en especial porque implicaba un trabajo arduo con los efectos especiales, un rubro con el cual Shyamalan nunca se llevó muy bien. Pero luego de la visión de El último maestro del aire, la elección del realizador de Sexto sentido adquiere lógica, a partir de su particular estilo de puesta en escena y su conexión con el mundo infantil y fantástico.

La historia presenta a cuatro naciones –la del Aire, del Agua, del Fuego y la Tierra- que desde la desaparición del Avatar –una especie de elegido capaz de manipular los cuatro elementos- han estado en permanente guerra. Con la reaparición del Avatar, las piezas del tablero se reacomodan para todos, de diversas formas. El filme es antes que nada el típico camino del héroe, sólo que es un héroe a mitad de su recorrido, debatiendo consigo mismo y con los demás.

Shyamalan parte de un material ajeno, aunque se hace cargo del guión y la producción. Su inserción es doblemente fascinada: es como la de un niño descubriendo las posibilidades de un mundo paralelo a la realidad conocida, a la vez que es como la de un adulto explorando formas de espiritualidad que remiten bastante al cristianismo y al budismo.
Si con El fin de los tiempos Shyamalan parecía haberse olvidado de ciertas marcas autorales que lo distinguían, ya casi desde el principio de El ultimo maestro del aire se puede ir notando que el realizador no es cualquier artesano más; que hay alguien detrás de cámaras con una mirada distintiva, que le permite no sólo utilizar el montaje en el plano como una herramienta estética y narrativa, sino además impactar en el espectador a través del plano secuencia. La posición que toma Shyamalan deja, es cierto, en evidencia una indudable artificialidad de los efectos especiales, pero como parte de un universo con reglas propias, haciéndose cargo también de los puntos de contacto con la realidad.

En cierto modo, El último maestro del aire funciona como una relectura de filmes como Sexto sentido, El protegido o La dama en el agua. En todos estos relatos aparece la figura de un sujeto con poderes más allá de lo normal, que lo distinguen de los demás, que deben asumir responsabilidades que los sobrepasan, o que directamente no desean tener. En todas ellas, Shyamalan plantea una tesis de forma bastante explicita, buscando transmitir un mensaje, que en algunos casos puede provocar incomodidad o disidencia. Se percibe a un cineasta con un ego muy pero muy grande, al que no le importan las críticas ajenas (de hecho, hasta lo motivan más) y que se cree un portador de la verdad absoluta –cuando en realidad sólo está en condiciones de aportar una verdad más entre muchas otras verdades-.

Ahora, ¿por qué funciona su cine? Porque construye personajes y una narrativa sólidos. Porque con sólo un par de planos o frases es capaz de transmitir el dilema de Aang, el miedo a asumir su identidad, a ser él mismo de una vez, antes de que sea demasiado tarde. O de mostrar las ansias de Katara de demostrarse a sí misma que puede ser la persona indicada para sobresalir. Pero, especialmente, de trazar las líneas de un personaje como el Príncipe Zuko, que comienza siendo un villano para ir convirtiéndose rápida pero armoniosamente en alguien maldito, que persigue objetivos afectivos y estratégicos que siempre se le escapan, a la vez que establece una relación con su tío que reemplaza la ausencia de un vínculo paterno-filial en su vida. En todos los personajes que van apareciendo se puede diferenciar una ética y una moral, un punto de vista sobre las sociedades que habitan y su papel dentro de ellas.

El último maestro del aire está lejos de ser una película perfecta. Shyamalan incurre en múltiples sobreexplicaciones y la narración cae en unos cuantos baches. Incluso así, ostenta una energía propia, exclusiva, que la pone en un lugar diferente de muchas de las adaptaciones que se están haciendo en Hollywood, demostrando que, a diferencia de lo que muchos creen, el problema no pasa por basarse en material ajeno, sino por la creatividad que se aplica en el procedimiento.

El filme de Shyamalan (porque es de él, porque se notan sus obsesiones autorales, para bien y para mal) esquiva en numerosos pasajes el lugar fácil de mera presentación o de apelación a territorios comunes conocidos por los fanáticos, concentrándose, antes que nada, en contar una historia que incluye amores, odios, dudas, certezas, sacrificios, aprendizajes.

Y sí, también las puertas abiertas a futuras continuaciones. En lo que refiere a esto, no deja de ser llamativo que El último maestro del aire evidencia una mayor economía narrativa que filmes con mucho más prestigio y consenso crítico como La comunidad del anillo o la primera parte de la saga de X-men. De ahí que los dos últimos planos adquieran la importancia, la relevancia que buscaban. Porque anuncian enfrentamientos futuros, nuevos interrogantes, más por descubrir y disfrutar. Y porque certifican la habilidad de irritar –en el mejor de los sentidos- a un cineasta que siempre tiene algo original para ofrecer. Bendito sea por eso.