El tiempo de los amantes

Crítica de Pablo O. Scholz - Clarín

Pasión y triángulo

Hay miradas que lo dicen todo.

Alix y Doug se cruzan muchas, la primera en un tren, cuando eran dos desconocidos. Y habrá más en el transcurso de ese día en el que la causalidad, y no la casualidad, los anuda y vincula.

Si es difícil reconocer cuál fue el clic, el momento en el que un vínculo se convierte o evoluciona en amor, Alix y Doug no cuentan con ese tiempo. Fue un flash. Ella inició, dio el primer paso, pero no fue una maniobra premeditada. Después de todo, ¿qué haría luego allí, en el velatorio de una mujer a la que no conocía ni el nombre, si no era para seguir al hombre que la despertó a la vida, a sus 43 años, y con ocho en pareja?

El tiempo de los amantes tiene muchos aspectos en común con otras grandes realizaciones donde ella y él se conocen, viven una pasión desenfrenada y, para complicar lo simple, uno de los dos está en pareja; de Breve encuentro a la saga iniciada con Antes del amanecer. “Lo que parece amor, siempre es amor” es la frase de Tristan Bernard que asoció el joven Jérôme Bonnell (36) y lo llevó a aproximar al profesor irlandés, de paso por Francia para despedir a esa amiga que murió, a la actriz que se quedó sin dinero y sin crédito en el teléfono y que apuesta a lo que siente.

Bonnell decidió que Alix, el personaje, fuera actriz. Para que en el comienzo de la situación pudiera fingir. Pero lo mejor que hace Alix es no fingir. No oculta sentimientos, no escatima palabras y deja claro lo que quiere … y cómo conseguirlo.

La película, como toda buena realización, está pensada, masticada, pero no deglutida a la hora de ofrecérsela al espectador. Bonnell reposa la cámara sobre los amantes cuando debe, no los hace hablar nimiedades, pequeñeces ni cursilerías. No transforma ese amor apasionado en algo trivial.

Claro que cuenta con dos intérpretes cuya imagen y presencia ya de por sí brindan un peso propio, y cuya gestualidad exime de palabras. Gabriel Byrne está tan medido como el director y guionista necesita que esté Doug. Casi no se sabe nada de él, porque lo que requiere saberse se entiende o intuye. Y Emmanuelle Devos es un prodigio de expresión para ilustrar su interior, sus estados de ánimo, sus temores, su frenesí y su sufrimiento.

Pero es determinante esa mirada, casi al finalizar la proyección, cuando los personajes ya se conocen, la que los desnuda más allá de la ilusión. Ellos, y el espectador, lo saben.