El tiempo de los amantes

Crítica de Pablo E. Arahuete - CineFreaks

Te vi en un tren

Los trenes y los relojes marcan las directrices en este microcosmos construido meticulosamente en el film de Jérôme Bonnell, El tiempo de los amantes, cuya traducción del original debería haber sido Un tiempo para la aventura o tal vez un tiempo para la fuga.

Precisamente es la fuga y la fugacidad lo que define conceptualmente a una breve pero intensa aventura romántica entre dos desconocidos, Alix (Emmanuelle Devos) y Douglas (Gabriel Byrne) en lo que comienza a partir de un intercambio de miradas a bordo de un tren rumbo a París. Ella por motivos laborales y él para despedir a una mujer muy influyente en su vida.

Ambos personajes comparten con el espectador ese halo de misterio lo suficientemente poderoso para anhelar que ese fugaz cruce en el tren se prolongue durante el resto del film, sujetos al devenir de lo impredecible y expuestos uno frente al otro sin necesidad de otra cosa que ser lo más genuinos posible cuando la pasión se hace carne y la rutina cotidiana se diluye por un periodo efímero donde todo es alcanzable, inclusive comenzar de cero una relación sin estar atado al pasado ni al futuro.

Es el presente en su estado de máxima pureza aquel elixir que entusiasma y a la vez aturde a la protagonista, actriz de vocación que intenta trazar su propio camino aceptando castings que la llevan por las periferias de Francia, sin un euro en el bolsillo –el apunte de la crisis social en Francia está presente- y desorientada en lo que a su porvenir se refiere.

El pretexto de un llamado a su novio (siempre fuera de campo) para anoticiarlo de algo importante que nunca se concreta es el aliciente para dejarse arrastrar por el deseo y seguir los pasos, o mejor dicho las huellas imperfectas de ese hombre perfecto que con su mirada taciturna ya expuesta en el tren invita a abordarlo y por qué no contenerlo.

Así las cosas, los dos extraños se conectan desde la intimidad con ese juego de seducción prohibido que implica el desconocimiento del otro para llegar al extremo y ubicarse en la encrucijada que puede imprimirle un continuará a su apasionada relación casual pero para que ese elemento tome vida y destruya todo lo que constituye el temor a equivocarse parecería no haber tiempo ni lugar propicio para llevarse a cabo.

Los trenes parten y los relojes no se detienen, pero su avance es tan imperceptible como el instante en el encantamiento que trastoca la realidad y vuelve a ese viaje una aventura en sí. Aunque el destino siga siendo siempre el mismo.