El rey del Once

Crítica de Laura Osti - El Litoral

Una marca de origen

“El rey del Once” es una película que se destaca por una economía de recursos casi extrema. Desde la presentación y el título hasta los créditos, todo parece hecho con material de descarte y reciclado, sin apelar a adornos y con una apoyatura musical mínima.
El objetivo del director Daniel Burman parecería ser obtener un retrato lo más fiel posible de la idiosincrasia de la comunidad judía del barrio de Once porteño y mostrarlo tal como es, sin análisis, sin comentarios, sin reflexiones ni opiniones, y evitando caer en exageraciones.
El protagonista de esta historia es Ariel, un joven empresario ligado a las finanzas que está viviendo en Estados Unidos, pero que ha nacido y fue criado por una familia tradicional de Once.
Ariel viene a Buenos Aires a hacer una visita a su padre, quien le ha pedido que viaje con su novia (quien finalmente, no viaja) para conocerla y de paso le hace otros pedidos que tienen que ver con aspectos relacionados a su actividad como líder de una fundación que se dedica a asistir a los más pobres de su comunidad.
La relación con el padre, llena de sentimientos contradictorios desde muy temprana edad, más ese mundo caótico con reglas propias difíciles de conciliar con el resto del mundo, fueron los factores que impulsaron a Ariel a tomar distancia e intentar hacer otra vida, lejos de sus orígenes.
Sin embargo y pese a sus esfuerzos por hacer una carrera y encarar otra forma de existencia, con parámetros más acordes con el mundo capitalista global, sus raíces lo atraen de una manera poderosa y lo ponen frente a un dilema que no solamente pasa por la memoria emotiva y los aspectos afectivos; todo parece conducir a una crisis de identidad.
Ariel opone resistencia al insistente llamado telefónico de su padre, que desde algún lugar parece querer controlar todos los pasos de su hijo con indicaciones, encargos, consejos y hasta mandatos, mientras él está siempre “en camino”, ocupado en resolver otros menesteres en otros lugares. Algo que al joven lo irrita porque toda su vida tuvo que competir por la atención de su padre con un sinnúmero de obligaciones que el hombre asumía fuera de casa.
En este viaje de reencuentro, Ariel se zambulle otra vez en ese mundo tan particular y único del barrio de Once, un mundo que lo va engullendo pese a sus resistencias y que va desarmando todas las corazas adquiridas en el exterior, hasta volver a convertirlo en el que siempre fue y será: uno más de la comunidad.
Ese padre, líder referencial para un grupo de gente que encuentra en él orientación, ayuda y una suerte de organización que resuelve techo, comida, ropa, medicamentos, asistencia médica a los necesitados que no tienen otros recursos ni adónde recurrir, moviendo los hilos subrepticiamente y deliberadamente, lo que está haciendo es preparando a su hijo para que reciba su legado.
Lo que ocurre con Ariel en este viaje, que en principio sería nada más que una visita circunstancial, es que como de sopetón tendrá que hacerse cargo de ser el sucesor de su padre y continuar con la tradición familiar marcada por él. Algo que se da de una manera que no es exactamente una imposición ni una coerción, sino una decisión aparentemente libre del propio Ariel, que decide cambiar de planes de improviso al reencontrarse con sus raíces. Un proceso interno que el actor Alan Sabbagh interpreta con gran convicción.
Filmada en locaciones naturales, propias del mismo barrio de Once, con muchos personajes que también son gente del lugar y que constituyen ese colectivo al cual ha entregado su vida Usher, el padre, la película linda por momentos con el estilo informal e improvisado de un documental, en el que se hace un recorrido por algunas de las costumbres atávicas y por aspectos cargados de simbolismos que estructuran la vida de los judíos de Once. Un universo muy particular y sui generis, una marca de origen.