El recuento de los daños

Crítica de Luciano Monteagudo - Página 12

Mito y realidad sin barreras temporales

En su obra más madura, la directora acude a una tragedia universal –la historia de Edipo–, situándola en su variante más propiamente argentina. Un film que habla de los desaparecidos y de la invisibilidad con la que se intenta obturar aquello que se empeña en salir a la luz.

Después de Cómo pasan las horas (2005) y Extranjera (2007), la directora y guionista Inés de Oliveira Cézar entrega con El recuento de los daños la que quizá sea su obra más madura, aquella en la que forma y contenido se funden en un todo indivisible. La Argentina que se reconoce en la película es la de hoy, con sus paisajes, sus personajes y sus conflictos sociales, pero por detrás de esos afanes cotidianos (que la puesta en escena se ocupa de distanciar drásticamente del costumbrismo, de volver casi abstractos en su estilización geométrica) late la fuerza del mito.

Como en la tragedia de Edipo, hay un hombre joven que vuelve a su tierra natal, que sin saberlo mata en la encrucijada de una autopista a su propio padre y que al llegar a su destino no puede sino sentirse atraído por una mujer mayor que él, la reina del imperio (en este caso, la dueña de una fábrica), provocando una crisis de la que apenas se adivinan sus terribles consecuencias. Que ese joven se descubra a sí mismo como un hijo robado durante la dictadura militar y que esa mujer de quien nunca se sabe su nombre pero que no es otra que Yocasta (magnífico trabajo de la actriz cordobesa Eva Bianco, dueña de una máscara impresionante) dan la dimensión, el espesor de una tragedia universal en su variante más propiamente argentina.

En sus palabras de introducción a un repaso de su cine que se lleva a cabo en estos días (ver aparte), en ocasión del estreno de su nueva película, Oliveira Cézar escribe: “¿Cómo filmar la toma de conciencia?, se pregunta Serge Daney. Cómo pasan las horas, Extranjera y El recuento de los daños, la última de esta serie, se articulan alrededor de ese punto, de diferentes modos. Construyen en una superficie rota, en la que pueden proyectarse solo las partes. Juntas, ensayan una respuesta a esta pregunta”.

De ese intento por aclarar el misterio, como quien interroga a la esfinge, no debe descartarse la palabra “duelo”. Como en sus películas anteriores, El recuento de los daños es un film sobre la conciencia del dolor, sobre el luto, sobre las ceremonias de la muerte.

En principio, y sobre la superficie, está el fallecimiento del dueño de esa fábrica que el joven tecnócrata viene a evaluar. Frío, profesional, esa desaparición no le impide en principio proponer el rigor –laboral, financiero– que ya venía dispuesto a aplicar y al que no renuncia pese al duelo que se vive a su alrededor. Pero poco a poco, esa aflicción será también la suya y a través de ella se cuestionará su lugar en el mundo y su propia identidad.

Es curioso comprobar cómo, sin proponérselo, El recuento de los daños dialoga con La mujer sin cabeza, de Lucrecia Martel. Allí también había al comienzo una ruta y un accidente automovilístico que ponían en una encrucijada –psicológica, social, moral– a su protagonista. Pero mientras en el film de Martel había una realidad negada férreamente por esa mujer y por su entorno, en el de Oliveira Cézar al joven no le quedará más alternativa que asumirla. En ambos casos, sin embargo, se está hablando, de una u otra manera, de los desaparecidos, del silencio y la invisibilidad con la que se intenta obturar aquello que se empeña en salir a la luz.