El predio

Crítica de Javier Luzi - CineramaPlus+

Especie de ensayo filosófico-ético-político que esquiva los discursos y propone al espectador la posibilidad de la reflexión, la necesidad de la completitud ejemplificando prácticamente aquel concepto de Eco sobre la Obra Abierta.

Jonathan Perel tomó la cámara y en el 2009 pasó 8 meses filmando en lo que fue la Escuela Superior de Mecánica de la Armada, la ex ESMA. Registrando ese espacio tan cargado de energía y de historias dolorosas, -lugar de secuestros, torturas y desapariciones y uno de los centros clandestinos de detención durante la última y atroz dictadura militar-, en un tiempo en el que dejaba de ser lo que era para empezar a convertirse en otra cosa. Un tiempo aún detenido. Un no tiempo. Un entre, al decir deleuziano. Como quien procura dejar testimonio para lo venidero y antes de la transformación espacial. Sabiendo que no serán posible ni el registro ni el cambio total. Como quien busca asir granos de arena o gotas de agua, con el tesón y el fracaso asumidos de antemano. Quizá por eso es que consiguió plasmar en 58 minutos una especie de ensayo filosófico-ético-político que esquiva los discursos y propone al espectador la posibilidad de la reflexión, la necesidad de la completitud ejemplificando prácticamente aquel concepto de Eco sobre la Obra Abierta.

Planos fijos como cuadros expuestos, -siempre más que fotografías pero a veces sin poder evitar la artificialidad del encuadre o la puesta en escena-, se suceden ante nuestros ojos con un montaje de edición preciso y rítmico que permite escuchar una cadencia que fluye y acompaña en el silencio casi insoportable, apenas quebrado por las voces tomadas del ambiente o los sonidos que éste produce. Un ritmo interno del filme que se cuela en el espectador y al hacerse propio permite que aflore en éste el pensamiento, libre y sorpresivo.

En esa articulada mixtura, extraña enumeración caótica borgeana, asoman las junturas perfectas, las contracturas amorfas, los encabalgamientos monstruosos, las superposiciones insólitas de pasados y presentes que configuran, apenas vislumbrante, un futuro que aún no es. Los procesos de construcción de la Memoria. Las aserciones y las contradicciones sobre qué hacer con la memoria. Si vestirla de traje o sacarla a pasear con ropa de calle. Discusiones no saldadas que basculan entre el Museo, el Archivo, el Espacio o la Vida en Uso. Posturas, cada cual, que suman adherentes enfervorizados y que no saben volverse definitivas. Por suerte.

De la misma forma, uno podría desarmar en cada imagen de El predio varias posiciones que debería justificar y justificarse si parten verdaderamente de lo mostrado o son interpretaciones propias. En la mostración de ese conflicto constante es que el filme consigue sus mayores aciertos. Fluidez que a veces se interrumpe y en esa disonancia cierta arbitrariedad electiva (disfrazada de simbolización innecesaria) se impone y chirría desarmónicamente, frenando el andar. Pero son pocos instantes en los que se instaura ese temor a una supuesta y grave abstracción intelectual o a la incomprensión de la mirada media, y prontamente se retoma el camino. Un camino que se hace andando.

Con algún eco de la Shoah de Lanzmann (dejando de lado evidentemente el eje de los testimonios orales pero tomando el procedimiento, también central, de observación de los sitios) se va adentrando este filme, y con él nosotros, en un lugar que sólo vislumbramos entre sombras y voiles, presencias fantasmales y fantasmáticas que acompañan, sin llegar a desvelar ni develar lo Real, -sabiéndonos desde siempre incapaces de tal acción-, apenas con esa pequeña certeza de saber que a la ausencia no hay imagen que pueda corporizarla en su plena totalidad.