El precio de un hombre

Crítica de Guillermo Colantonio - CineramaPlus+

TRABAJO, DIVINO TESORO

“Entra; así tendrás la certeza —que dará paz a tu espíritu— de obtener todos los días pan para tu boca y para la boca de tus pequeñuelos. ¡Tus pequeñuelos, tus hijos, los hijos de tu carne y de tu alma y de la carne y del alma de la compañera que hace contigo el camino! Yo daré para ellos pan y leche; no temas; mientras tú estés en mi seno, y no desgarres las prescripciones que tú sabes, jamás faltará a tus pequeñuelos, ¡los pobres!, ni pan, ni leche, para sus ávidas bocas. Entra; acuérdate de ellos; entra. Además, cumplirás con tu deber. Tu deber. ¿Entiendes? El trabajo no deshonra, sino que ennoblece. La Vida es un Deber. El hombre ha nacido para trabajar. Entra; urge trabajar. La vida moderna es complicada como una madeja con la que estuvo jugando un gato joven. Entra; siempre hay trabajo aquí.” (Roberto Mariani, Balada de la oficina)

I-

Y en el principio está el título. No el original, perfectamente descriptivo, sino el escogido por los traductores del marketing, quienes destrozan y anulan la tesis anunciada: la “Ley” del mercado, ese monstruo invisible que aliena, automatiza o te convierte en polvo. En cambio, los sabiondos de turno escogen “El precio de un hombre”, un remedio genérico que vale por un western o por un thriller cualquiera, es decir, buscan la indiferencia de modo tal que una película política, de fuerte corte realista, dura y despojada de manipulaciones, se transforme en una más de las tantas ficciones industriales que abogan por la teoría del conflicto central (como sostenía Raúl Ruiz en Poética del cine). Y si bien hay un personaje definido, Thierry Thaugourdeau (estupendamente interpretado por Vincent Lindon), en busca de un empleo, jamás ese itinerario es lineal. En todo caso es una búsqueda que permite detenerse en diversas paradas y decisiones cruciales, lejos de las convenciones narrativas que ocupan el noventa por ciento de las historias vistas los jueves en pantalla.

II-

La primera escena del film es determinante por sus consecuencias estéticas e ideológicas. Se trata del diálogo que sostiene Thierry con un empleado de estas agencias que otorgan empleo. A medida que transcurre la conversación, sabemos dónde está el humano y dónde el autómata, al mismo tiempo que se devela la trama kafkiana de la burocracia laboral basada en mil excusas para mantener el negocio y no otorgar la posibilidad de un trabajo. Esto incluye el escamoteo de información y la utilización de métodos perversos: obligar al interesado a capacitarse inútilmente, haciéndole perder el tiempo y prolongar la desesperación. El monstruo comienza a definirse, a mostrar su rostro. Mientras tanto, la cámara no perderá de vista al ser humano. Maneja la lógica del plano/contraplano pero concede apenas unos segundos al autómata, sin frontalidad, con leves movimientos horizontales, como si de una cuasi alternancia se tratara. El gesto moral se hace presente, estamos del lado de Thierry. La pantalla ancha amplifica la lejanía con el gélido contrincante que repite automáticamente palabras de conveniencia que le han sido asignadas, así como en otros momentos aumentará la soledad del personaje en un horizonte rutinario y vacío de perspectivas.

Esta será la primera de las unidades constitutivas de la película centradas en el motor de la discusión. La negociación es la consecuencia, el legado que el monstruo del mercado bajo el imperio de su ley habilita, ya sea para consensuar como para caer en su misma lógica. Dos escenas confirman dicho funcionamiento. En una de ellas, Thierry se enfrenta al dilema de hacer juicio o no con sus compañeros a la empresa que los despidió. Cada uno da sus argumentos y la charla se torna ardua, siempre al límite. La cámara en mano y los encuadres acompañan la tensión a la vez que confirman la puesta en escena alejada de los desbordes emocionales y las manipulaciones sensibleras. El protagonista alega, resignado, que no quiere seguir adelante, que lo hace por salud mental y que es suficiente. El recurso de Brizé es efectivo: nos ponemos del lado de Thierry por la empatía que el acercamiento de la cámara establece aunque el discurso que resulta del duelo dialéctico arroja otra cruda sentencia implícita: las leyes del mercado son tan potentes que disgregan cualquier acuerdo colectivo, incluso el de las víctimas.

La crisis económica que afecta a la familia de Thierry, nos lleva a la otra escena, cuando se ven obligados a vender su caravana estática. El desarrollo de ese momento es de un manejo dramático exquisito a pesar de la tensión creciente y vuelve a mostrar de qué forma los pares adoptan roles impuestos por el mercado. Thierry y su mujer se enmascaran como vendedores y hacen lo que pueden, a la vez que los otros (de su misma condición económica, suponemos) regatean el precio a más no poder. Toda la incomodidad es reforzada por el espacio reducido y los encuadres de los cuerpos apenas metidos en los ambientes. La sensación es que ambas parejas entran en un estado de confrontación verbal que los desnaturaliza. Solo la decisión final del protagonista recupera la dignidad humana, es el grito callado que clausura la insoportable situación.

III-

Hay un documental de Mark Cousins que propone un viaje por la historia del cine. En uno de los capítulos, que aborda el resurgimiento del cine norteamericano de los setenta, se habla de Taxi Driver (1976) de Martin Scorsese. El guionista Paul Schrader habla de una de las claves expresivas de la película y tira la frase “no soltar nunca al personaje”. Este procedimiento no solo garantizaría la empatía con el público sino que haría gigante la presencia del protagonista en la pantalla.

En concordancia con lo anterior, y salvando las distancias del caso, Brizé hace enorme justicia a la humanidad que Vincent Lindon transmite y jamás lo suelta. Tenemos todo el tiempo del mundo para recorrer desde una necesaria y prudencial distancia su rostro, parte de su cuerpo, interpretar sus gestos, dudar de si alguna vez estallará o no. En cada una de las experiencias de entrevista laboral a las que se enfrenta, jamás lo perderemos de vista. En la segunda de ellas, se incrementa el carácter siniestro ya que no vemos al interlocutor. Se sostiene a través de Skype y escuchamos la voz mecanizada mientras la cámara enfoca las reacciones de Thierry, rendido ante los argumentos macabros y manipuladores de ese otro, impersonalizado.

En otra situación de entrevista, es sometido al análisis de sus competidores. La perfidia del momento en el que Thierry escucha las observaciones filosas de los otros solo es compensada una vez más por la cámara, que no lo suelta. A medida que los autómatas esgrimen sus argumentos ésta oscila con leves movimientos que amagan fijar el encuadre en sus rostros pero inmediatamente recupera el plano del protagonista.

Cada entrevista está guiada por las fuerzas de una aparente dialéctica donde la confrontación es una ilusión y los perdedores ya están establecidos de antemano. Aún la que mantiene junto con su mujer para conservar los estudios de su hijo discapacitado. Es un ámbito escolar pero las razones del director son las mismas que las de cualquier empresario inescrupuloso, y entonces la única certeza es el fantasma permanente de la exclusión.

No obstante, Brizé guarda una carta para la secuencia final. Las leyes del mercado son tan perversas que lo colocan a uno en un estado de confusión, a tal punto que se puede estar del otro lado. Es lo que le pasa al personaje cuando consigue trabajo y debe controlar las cámaras de una tienda. Será un verdugo momentáneo colaborando con la lógica de descubrir gente para despedir, a modo de “cumplir con las misiones que el mercado” nos pone en el camino. Vagará por los pasillos interminables cuyos fondos están desenfocados para que el cuerpo no pierda sustancia nunca. Momento de incertidumbre que solo será salvado por una decisión clave.

IV-

La Loi Du Marche (me niego a esta altura a repetir la insidia de su traducción) es una película que escenifica el dolor ante la pérdida del trabajo pero jamás se regodea en ello ni cae en el pantano de la manipulación. Es dura y cada corte en el montaje tiene el efecto de un cuchillo que interrumpe la respiración. Sin embargo, pese a todo, además de construir una tesis sobre los efectos despiadados del capitalismo, no resigna ciertos lapsos de felicidad. Algunas miradas objetan que es demasiado peso para el personaje el haber perdido el empleo y encima cargar con la crianza de un hijo discapacitado. Es un error de apreciación que traslada la mirada del crítico hacia la del personaje, quien nunca demuestra signo alguno de pesar por ello. Al contrario, la humanidad de la cámara de Brizé nos muestra un modo de convivencia de una familia unida ante la adversidad (sin hacer de ello un culto) en dos o tres pincelazos, en una cena compartida, en un baile ensayado o en la misma compañía que los padres ofrecen para que su hijo siga estudiando. Por ende, el carácter realista de la película se sostiene también en el equilibrio necesario que implica colocar en la balanza el afecto sin desmesuras ante la adversidad. Un poco como la vida misma.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant