El Potro

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Ascenso y caída en simultáneo

En El Potro (2018) Lorena Muñoz hace exactamente lo mismo que hizo en ocasión de Gilda (2016) y no se puede acusar a la directora y guionista de copiarse a sí misma en vano porque la movida le sale más que bien, algo muy loable en el cine argentino actual lleno de modelitos, actores televisivos y personajes de dudoso talento y con apellido conocido. Aquí la susodicha reproduce el esquema narrativo general de antaño, tan delicado como sensible, aunque curiosamente no cuenta con un equivalente marketinero masculino de Natalia Oreiro ya que se jugó por un ignoto Rodrigo Romero y como en el caso de la reciente El Ángel (2018) con Lorenzo Ferro, la decisión arroja saldo positivo porque el susodicho aporta frescura y garra a lo que de otra forma sería repetición de caras quemadas y una nueva travesía de un pequeño burgués hacia la fama y ese ardor popular que ensalza a los artistas sin ver la explotación y la espiral autodestructiva que hay detrás hasta que es tarde.

Mientras que Gilda ofrecía la versión femenina de esta amarga odisea musical en un país pauperizado y con un circuito cultural muy marginal y reducido como el nuestro, plagado de mafias, parásitos, conservadurismo y el eterno “todo a pulmón”, El Potro en cambio apuesta por llevar al extremo la idiosincrasia masculina de la mano de un bello catálogo de recursos como un Complejo de Edipo omnipresente, ese carisma innato, la promiscuidad, adicciones, alguna que otra orgía, el hecho de elegir la carrera antes que la familia y finalmente la presencia de una pasión atormentada que estaba ausente en la película previa de la realizadora, lo que por cierto nos coloca ante un film que supera a la correcta aunque algo anodina Gilda y pone en primer plano la dialéctica del artista con un ritmo de vida frenético e impetuoso al cual no puede renunciar porque la alegría de la libertad absoluta en la vida privada siempre resulta más gratificante que las responsabilidades y/ o la fidelidad.

Artífice de la popularización del cuarteto durante el tramo final de la década del 90 del siglo pasado en todo el país y en especial Buenos Aires, en una expansión de público muy superior con respecto a lo realizado por Carlos “La Mona” Jiménez durante los 70 y 80, Rodrigo Bueno apenas si pudo vivir el huracán de la juventud porque falleció en junio del 2000 a la temprana edad de 27 años y en la cima de su carrera luego de llenar trece veces el estadio Luna Park. En un principio los actores que representan a los padres del muchacho, los excelentes Daniel Aráoz y Florencia Peña, parecen comerse a un Romero que empieza la película bien por debajo del ala de sus progenitores, no obstante de a poco la historia comienza a profundizar en la independencia del cantante vía la muerte del padre y el paso a segundo plano de la madre, lo que da lugar al esquema de la noviecita embarazada que no entiende que el hombre no pueda abandonar el ciclo de fiesta, cocaína y groupies regaladas.

Desde ya que la propuesta es menos condescendiente para con el ídolo popular que lo que fue Gilda hacia la retratada de turno (quizás Muñoz se identificó más con la naif y aséptica vocalista de cumbia que con el cordobés, por ello hoy dejó de lado -en gran medida- la sobreexplotación de su figura con una multitud de shows por noche y el robo del que fue objeto por parte de las compañías discográficas), sin embargo hay cierta empatía burguesa de fondo -la de la realizadora y el equipo creativo para con Bueno, también de clase media- que ambas obras comporten y que habla del borramiento de estratos sociales al momento de la escucha, por más que la raigambre popular de las canciones del joven esté mucho más en sintonía con la iconografía melodramática y pícara de los marginados. El Potro también sabe combinar el tono profesional y seco del cine de nuestros días con chispazos sutiles de momentos grotescos que hacen a la realidad concreta que atravesó el protagonista y que suman osadía a un desarrollo muy concienzudo y de pulso fúnebre, en el que la parábola del ascenso y la caída en simultáneo se une con una eficacia narrativa sin ningún bache…