El pacto

Crítica de Emiliano Fernández - A Sala Llena

Sobre la dialéctica visual…

No cabe duda que el terror no sólo funciona como una serie de engranajes narrativos que pueden expandirse o contraerse según los caprichos de los realizadores de turno, más allá de la superficie podemos hallar dos capas internas complementarias. Por un lado es posible considerar su régimen discursivo subyacente, de raigambre nihilista, para el que “el otro” es casi siempre un agente destructor que desencadena la locura, la muerte o una “reinvención ideológica”. También se puede pensar el núcleo más fiel de su público, el cual se mueve como una gloriosa secta masoquista para la que las sorpresas de antaño suelen escasear.

Así como toda “pulsión cinematográfica” no es más que un eterno volver al placer de los relatos modelizadores de la infancia, el horror para muchos queda empardado con lo desconocido, lo inaprehensible del mundo circundante. De un tiempo a esta parte es sabido que las propuestas más valiosas -ya sea en términos clasicistas o renovadores- llegan desde geografías alternativas a Hollywood o a veces provenientes del marco independiente norteamericano. De hecho, este es el caso de El Pacto (The Pact, 2012), una obra interesante y bastante eficaz que combina distintos ingredientes por demás habituales.

La historia es muy sencilla y se centra en Annie (Caity Lotz), una mujer desesperada en busca de su hermana y su prima, ambas desaparecidas misteriosamente. Como en otras ocasiones, aquí una vez más un oscuro pasado familiar y una presencia fantasmal se entrelazan en un desarrollo progresivo que toma prestados motivos tanto del J-Horror de la década pasada como del thriller hardcore de los 90. Demostrando que no hacen falta de por sí presupuestos inflados ni grandes estrellas, la ópera prima de Nicholas McCarthy se destaca por su meticulosa ejecución de una premisa melodramática tan antigua como el ser humano, vinculada al dolor, la injusticia y aquella proverbial necesidad de venganza.

Resulta notable que un proyecto deseche en buena medida los diálogos y se juegue por el apuntalamiento de una dialéctica visual en la que cada plano está perfectamente cronometrado, conformando en conjunto un todo armónico que incrementa la tensión en los puntos exactos a partir de un minimalismo formal de inclinación ascética. Exprimiendo los resortes prototípicos del género para reducirlos a su esencia más pura, carente de los artilugios más bobos de los que el mainstream hace uso y abuso, McCarthy construye un film muy ameno que va mutando con solvencia y sin traicionar su estructura, principalmente gracias a una fotografía en plena consonancia con la dimensión temática…