El origen

Crítica de Diego Faraone - Denme celuloide

Un sueño compacto

Está claro que los cineastas del cine mainstream no sirven para filmar sueños. Por razones concretas –los montajes rápidos, la rigidez arquitectónica, la contundencia física, lo racional y coherente de los diálogos y el poco lugar que se deja para las pulsiones- las atmósferas “oníricas” de estas películas dejan muchísimo que desear, delatan la falta de imaginación de los creadores y develan cómo el formato popular masivo acota sus posibilidades. A siglos luz de distancia de los de Terry Gilliam (El imaginario del Dr Parnassus), Jim Jarmusch (Dead man), Takashi Miike (Audition), o Pen-ek Ratanaruang (Ploy), y a milenios de los viajes de David Lynch o Hayao Miyazaki, los sueños en El origen se parecen demasiado a las películas de acción y muy poco a los sueños reales: para ser una película cuya principal locación es el inconsciente, se siente inmensamente lógica y vívida.
Si se deja de lado este detalle, si se asumen las complejas reglas de juego que la película plantea y si se logra mantener la vigilia durante los 148 minutos de metraje, la propuesta puede ser interesante y hasta estimulante, algo así como un complicado ejercicio de lógica y velocidad interpretativa. Además de intrincado, el guión está muy bien concebido y, como en algunas de las mejores series norteamericanas de hoy, se confía en el gran poder de abstracción de los espectadores y en su capacidad para mantener la atención durante todo ese tiempo. El director Christopher Nolan (Memento, El gran truco) parece repetir varias de las fórmulas de éxito de su anterior película Batman, el caballero de la noche: una trama densa e hiperdialogada, mucha acción, una complejidad creciente y muchos personajes de gravísimo semblante –la terrible seriedad de la película parecería gritar: “¡miren que esto es mucho más que una película de entretenimiento!”-. También se repite el principal defecto de su precedente: se abruma al espectador con datos, espectacularidad desatada y giros narrativos, sin dejar lugar para la distensión. El riesgo que se corre cuando se siguen estos pasos es que, paradójicamente, se pierde intensidad. Los picos altos en las películas necesitan de una contrapartida de tranquilidad para ser tales, y en este caso esa carencia se hace sentir.
La trama es complicadísima y difícil de resumir aquí, pero en un principio podría decirse que el protagonista es un ladrón que se dedica a extraer secretos valiosos de las profundidades del inconsciente, y que trabaja para el mundo del espionaje corporativo. Pero el asunto se complica cuando le ofrecen un trabajo por el cual tiene que invertir su labor habitual. En lugar de robar una idea durante el sueño debe colocar una, y semejante operación trae riesgos inesperados.
Lo que llama considerablemente la atención, y quizá sea un síntoma de los tiempos que corren, es que el grupo contratado para llevar a cabo la arriesgada labor lo haga sin un mínimo de conciencia crítica. Están siendo empleados por el dueño de un conglomerado multinacional para perjudicar a otro, y, enfrascados en su tarea, no cuestionan ni una vez si lo que están haciendo es una buena acción. Resulta extraño en una película que se la juega tanto a ser profunda e inteligente.